arece que los esquimales están tristones. Y eso que el otoño, justo antes de que la nieve cubra todo el norte de Canadá, siempre ha sido una época propicia para la caza. Más hoy en día que, en vez de las canoas y lanzas de sus ancestros, cuentan con potentes lanchas motoras y rifles de precisión. Pero el cambio climático ha alterado su paisaje y su vida. Y ahora, aunque ya no se vean obligados a recluirse en el iglú, los otrora joviales inuit están abatidos.

Los pobres están afectados de solastalgia, un término acuñado hace no mucho para describir la angustia existencial causada por el cambio en las condiciones ambientales.

No sé si el neologismo es aplicable también a los efectos devastadores de la pandemia en muchas personas o si la literatura científica está a punto de documentar un nuevo síndrome asociado.

Pero su existencia entre nosotros es innegable. Se ve reflejado en el ambiente plomizo, en las expresiones alicaídas, en las relaciones apagadas, en las pinceladas decoloridas sobre este lienzo de fondo gris. Por no hablar de otras realidades ocultas, como las 15.000 personas mayores que viven solas en Álava y a las que el aislamiento añadido por causa del virus puede terminar de dar la puntilla.

Los inuit alivian su desazón fantaseando con recuperar antiguas tradiciones como la caza anual del caribú. Puede que tenga más de ensoñación nostálgica que de expectativa real, pero es un truco que también utilizan muchas personas por estos lares para mitigar la disrupción vital de primer orden que ha supuesto la pandemia.

Cada uno hace lo que puede para mantenerse a flote. Cualquier cosa con tal de no bajar los brazos y rendirse a la postración. El invierno va a ser largo y duro. Pero al final, como bien saben los esquimales, siempre llega el día en que el hielo se derrite. Mucho ánimo.