e miro al espejo y me brilla la cara. Por varios sitios. No es mi encanto natural, que también, sino restos de brillantina de unas pegatinas que rescaté de lo alto del armario hace unos días para hacernos con un almacén de material de manualidades. Podríamos poner una tienda. Siempre he tenido cierto síndrome de Diógenes muy criticado por mi pareja. Pero ahora él se calla cual difunto y creo que en el fondo de su ser me admira un poco. Papeles de seda que envolvían unos jabones, cajas de cartón que estuvieron a punto de ir a la basura (¡por favor!), pegamentos que gracias a los dioses no estaban secos, cintas de tela de colores de los regalos de Navidad, tapones de botes de crema que tienen pinta de ser unas excelentes ruedas de camión, washi tape que ha tapizado el pasillo en forma de carretera, botes vacíos de suavizante que resurgen como los protagonistas de una bolera, perforadores que no usaba desde la época de la Uni, cinturones de esos pantalones de monte que ya no me pongo y que sujetan el remolque del correpasillos, el colorante que tan espantoso y artificial me parecía para los bizcochos y que ahora (como diría Manolito Gafotas) mola un pegote para tintar masa de harina, flis flis del agua de las plantas, embudos y tuppers de los que ya no encontramos ni la tapa con los que nos tiramos horas en la bañera... ¡Chúpate ésa Pinterest! Y es que no hay como un buen confinamiento para darle al coco. Ya no volveré a vivir con incertidumbre esos fines de semana climatológicamente horrendos que nos obligaban a quedarnos en casa. Las horas muertas estarán más vivas que nunca. Porque, además, a todo este tinglado que hemos montado en casa se le suma la imaginación desbordante de dos churumbeles. Nos acaban de dar sendos trozos de cartón en forma de entradas para disfrutar del espectáculo de los payasos Tikol y Pikol... ¿Para qué más?