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Tribuna abierta

Koldo Mediavilla

Espejismo

Sigo especialmente preocupado por un ámbito intangible que, sin soporte real que lo mantenga, inclina los estados de opinión de la mayoría social. Se trata de las percepciones, de las sensaciones metafísicas que la gente somatiza y hace suyas, convirtiéndolas en problemas, inquietudes y desconfianzas.

Sensaciones, no pruebas reales, de inseguridad, de desatención pública, de zozobra o desasosiego personal y colectivo.

La cuestión es que, cuando alguien se convierte en víctima de un acto delictivo –un hurto, una agresión, un amedrentamiento, etc.– y lo expone públicamente, la denuncia inmediatamente se multiplica por quienes entienden que tal circunstancia podría ocurrirles también a ellos. Y así, un hecho puntual se socializa inevitablemente.

Tal cosa no quiere decir que el problema en cuestión no ocurra ni exista. No. Pero el sentido de preocupación se extiende como una mancha de aceite sin atender a la influencia exacta de la casuística provocada.

Si una persona denuncia haber sido objeto de un robo en la calle (el teléfono móvil, por poner un ejemplo), inmediatamente, y por simpatía, serán muchas más las personas que se identificarán con la situación, afirmando que ellas también han sido objeto de hechos similares o han percibido la misma sensación de vulnerabilidad. Así, la sensación, la percepción de inseguridad se amplía como una bola de nieve y alcanza la parte alta del ranking de las inquietudes ciudadanas expresadas en estudios sociológicos o cualitativos de opinión.

Tal amplificación no implica que el problema sea ficticio. Es cierto que los ámbitos de delincuencia se han incrementado en los últimos tiempos, pero las estadísticas policiales no indican que la inseguridad campe por nuestras calles.

Lo mismo ocurrió –según mi criterio– con la alarma generada respecto al funcionamiento de la sanidad pública tras la pandemia.

Resultaba cierto que, tras el COVID y la excepcionalidad de su propagación —en Euskadi y en todas partes—, los servicios de salud vivieron una situación de estrés y de fatiga. Muchas de las costuras del sistema sanitario se resintieron y afloraron problemas estructurales que evidenciaron un déficit de calidad en una parte de los servicios a prestar a la ciudadanía: retraso en pruebas, ausencia de personal cualificado (extenuado tras la pandemia), limitación de la atención presencial, etc. Los problemas genéricos dejaron de serlo cuando los hicimos propios.

Así, Osakidetza se convirtió en el principal quebradero de cabeza del país, y de la opinión pública y publicada. La sensación, una vez más, fue de caos total.

Superado un tiempo prudencial y con la recuperación de la normalidad, la sensación global ha caído más de diez puntos en el último Sociómetro Vasco sin más razón aparente de despreocupación que el retorno al pulso normalizado de la gestión y la búsqueda de soluciones a las deficiencias observadas.

Hoy, el principal problema que detectan los estudios prospectivos es la vivienda y la dificultad habitacional a precio adecuado de miles de jóvenes que ven dificultada su emancipación.

Es razonable pensar que la problemática de la vivienda afecta al bienestar común del país y que su superación es de difícil solución, pero nadie me negará que su falta de oferta al alcance económico de todos afecta a una inmensa mayoría de vascos y vascas. Sin embargo, la percepción –insisto– es otra.

Desde la Administración se están haciendo esfuerzos ímprobos para paliar ese déficit y estoy seguro de que, no a muy tardar, la preocupación colectiva por la vivienda cederá la cabeza de problemas observados en los sociómetros para ceder el “liderazgo” a otra inquietud que agobie a la ciudadanía encuestada. Y me permito adelantar que tal desasosiego será, probablemente, la anteriormente citada inseguridad, asociada, claro está, con la cuestión migratoria y la vinculación torticera de esta con la delincuencia.

Los seres humanos, desde que desarrollamos la capacidad racional, hemos vivido acompasando realidad con emociones, presentimientos y pálpitos. Hemos construido sobre un horizonte real universos distópicos que, en ocasiones, nos hacen protagonizar panoramas distorsionados.

Durante siglos, por ejemplo, marineros, cartógrafos y aventureros hablaron y juraron haber hallado una isla que nadie lograba encontrar dos veces consecutivas. Según la leyenda instaurada, esta isla se encontraba al oeste del archipiélago canario y no fueron pocos los testimonios que afirmaban haberla visto o incluso pisado.

Pero lo extraño de aquel avistamiento era que, aunque lo marcasen en los mapas e intentaran regresar a ella con una expedición para explorarla, cuando lo hacían, el islote ya no estaba. Era como si el océano la hubiera tragado.

Durante los siglos XV al XVIII, numerosos navegantes portugueses y castellanos aseguraron haber divisado dicha isla en el horizonte occidental mientras recorrían la costa africana hacia el sur.

El mito se remontaba a la Edad Media, cuando un monje irlandés, conocido como San Brandán el Navegante, afirmó haber llegado a una tierra paradisíaca en su viaje por los mares desconocidos del sur en busca del Edén. Allí dijo encontrar una vegetación exuberante, fuentes de agua pura y un clima milagrosamente benigno. Aquella tierra mítica recibió el nombre de dicho navegante; de San Brandán derivó en San Borondón.

La leyenda se convirtió en un hecho incontestable hasta figurar en mapas oficiales de la época. Felipe II autorizó una misión para confirmar su existencia, pero el viaje fracasó, aunque, lejos de desmentir el mito, cada expedición que regresaba sin resultados alimentaba más el deseo de encontrar la legendaria isla.

El Tratado de Alcáçovas, suscrito entre España y Portugal en 1479 para repartirse territorialmente el Atlántico, especificaba claramente que San Borondón pertenecía al Archipiélago Canario y, posteriormente, la bahía de Sanborombón en Argentina fue nombrada de tal modo durante la expedición de Magallanes en marzo de 1520, en la creencia de que había sido formada por el desprendimiento de la isla de San Borondón del continente americano.

La realidad es que la visión de esta isla, nunca encontrada, respondía a una ilusión óptica sobre la superficie del mar producida por la refracción de la luz, en un efecto denominado “espejismo superior”.

Este fenómeno da como resultado la visión de una isla en el horizonte que no es otra cosa que el reflejo de La Palma.

Más allá de las explicaciones científicas, si la historia de San Borondón ha perdurado es por su fuerza como símbolo, pues representa el deseo humano de hallar un paraíso oculto. En Canarias, esta “última” isla es parte del imaginario popular y no faltan quienes, en días de calima o atardeceres intensos, aseguran haberla visto brevemente dibujada sobre el mar.

Esta semana, el Partido Popular ha alimentado el espejismo de un cambio político en el Estado. Pero el espejismo se ha desvanecido en cuanto su líder renovado, Núñez Feijóo, equivocó el rumbo de su discurso y, en lugar de buscar la moderación de una fuerza política con voluntad y responsabilidad de Estado, derivó su oferta hacia una radicalidad rayana con el mal gusto, la falta de educación y la soberbia. El jefe de la oposición equivocó, una vez más, su estrategia, buscando la complacencia de los votantes sociológicos de la extrema derecha en lugar de asentar su candidatura en una posición conservadora moderada, equiparable a la de cualquier fuerza popular europea.

Pedro Sánchez llegó al pleno del Congreso acorralado por la corrupción de sus dirigentes. Atrincherado en su disculpa pública y aferrado a su manual de resistencia. Sin dar mayores explicaciones sobre su responsabilidad política y a sabiendas de que su margen de apoyo parlamentario se extinguía. El PNV, el más claro en exigirle respuestas –que no dio–, le enseñó tres puertas de salida por si sus explicaciones no le convencían (que no le convencieron): cuestión de confianza, dimisión sin disolución de las Cámaras y, en su caso, elecciones.

Sánchez se sacudió las propuestas como quien se quita el polvo de la chaqueta. Y confió en que “saldría vivo” del momento. Le salvó Feijóo. Su radicalidad sirvió de “pegamento” de las desconfianzas que Sánchez había generado entre sus apoyos parlamentarios. Pero el fracaso de unos –del PP– y el alivio de otros –Sánchez y el PSOE– son volátiles. Un espejismo. Como San Borondón. Una percepción distorsionada que no puede ocultar la agonía y la triste realidad de un tiempo que se acaba.

Exmiembro del Euzkadi Buru Batzar de EAJ–PNV (2012–2025)