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Tribuna abierta

En busca del esplendor perdido

En los albores del verano, en estos primeros golpes de calor, intentamos asimilar la avalancha de noticias sobre los últimos casos de corrupción, el alud de informaciones que sigue abrumándonos, el suministro continuo de datos sobre ese tinglado de comisiones y mordidas, de favores y tráfico de influencias, de purgas y guerras intestinas, de enchufes y sobornos. No es la primera vez que sucede, ya hemos conocido en el pasado otras muestras de este mismo fenómeno de podredumbre institucional, de degradación político-empresarial, y, sin embargo, quizá porque los hechos tienen lugar en un contexto internacional también envilecido, ahora nos sentimos más desolados que nunca.

Al margen de las consecuencias que vaya habiendo en el ámbito gubernamental, político y administrativo, de la asunción de responsabilidades que se produzca a través de los procesos judiciales correspondientes por parte de quienes al final resulten condenados, la sociedad civil debería reaccionar a su manera, es decir, con un conjunto de medidas que trasciendan lo coyuntural, la indignación visceral y comprensible del momento, la repugnancia del instante, el hedor todavía palpable del presente. Nosotros, miembros de esa comunidad, deberíamos encabezar una actuación permanente, estructural, encaminada a revertir la situación creada, partiendo de la base de que ésta no sólo no se limita a las personas señaladas, a los nombres mencionados, a los ejemplos registrados y denunciados, pues acabarán aflorando otros de una índole similar, sino que va mucho más allá en el sentido de que hunde sus raíces en el propio funcionamiento económico-social donde nos movemos, está relacionada con una mentalidad muy extendida en el mundo en el que vivimos, responde a una dinámica enraizada, degenerada, de todo nuestro sistema.

De algún modo, el espectáculo miserable al que asistimos estos días, que no es nuevo, que resurge con esta magnitud escandalosa cada cierto tiempo, es la manifestación última, la versión monstruosa de algo que existe por debajo a una escala más discreta, de una serie de ideas, actitudes, conductas, comportamientos y prácticas que nos parecen normales por haberse convertido en la pauta habitual, pero que ya son en sí mismas el principio de lo otro, la etapa infantil de esa madurez estropeada. En otras palabras: Ábalos, Koldo, Cerdán, sus precursores y sus epígonos, sus agentes corruptores, todo ese pelotón de sujetos que pululan fuera de los confines de la dignidad, son en realidad la forma desfigurada y decadente que adopta ese gran error, esa gran anomalía, cuando consentimos que prospere, cuando dejamos que se multiplique.

Con el término error o anomalía me refiero a un planteamiento general, a una visión de la vida que se arrastra desde hace mucho. Me refiero a esa falta de comportamiento ético a la que alude José Antonio Marina en uno de sus artículos recientes, Vacuna contra la insensatez. Me refiero a lo que quiere decirnos Pino Aprile, periodista y escritor italiano, cuando afirma que “hoy se premia la mediocridad y se castiga el talento”, o que “el poder prefiere rodearse de personas menos capaces que no le cuestionan, censura a los seres pensantes”. Me refiero a esa reflexión que incluye Saint-Exupéry en Tierra de hombres cuando escribe que “trabajando únicamente por conseguir bienes materiales, no hacemos sino construirnos nuestra propia prisión”. Me refiero a ese cambio de mentalidad, cuyo nacimiento es difícil de precisar pero cuyo rebrote en nuestra generación se detecta en los años ochenta, a partir del cual se produjo un reemplazo de referentes, una sustitución de valores, de manera que desde entonces una parte de la población empezó a admirar a banqueros tramposos, a empresarios sin escrúpulos, a millonarios sin mérito, a payasos mediáticos, a famosos de medio pelo. Y si los convirtió en ídolos fue, sobre todo, por un denominador común a todos ellos, fue porque esos personajes encarnaban, representaban una fórmula integrada por dos componentes adictivos, el dinero y el éxito fácil. Y ocurrió que esa fórmula, lejos de ser una moda temporal, permaneció entre nosotros, anidó en nuestra sociedad aunque no lo hiciese siempre en una versión ilegal o delictiva, se transformó en lema, en máxima, en consigna, y guio desde ese momento, a lo largo de varias décadas y hasta hoy, la conducta de mucha gente, inspiró su trabajo, sus tareas cotidianas, moldeó sus deseos y sus ambiciones, sus afanes y sus impulsos, definió su porvenir con la fuerza de una religión laica.

En su libro El tiempo de los lirios, Vicente Valero cuenta que con esa expresión se conoce una época, el primer tercio del siglo XIII, marcada por la vida y la obra de San Francisco de Asís. Cuenta cómo el santo de Umbría se dedicó al principio a reconstruir iglesias y más tarde a predicar y a practicar la pobreza voluntaria, a cuidar a enfermos y marginados. Cuenta cómo, después de convertirse en una “mezcla de mendigo y apóstol” y de renovar espiritualmente la sociedad y el arte, dio paso a una escuela de discípulos que, animados por el ejemplo de su maestro, intentaron recuperar la autenticidad perdida del primer Cristianismo, transmitir la necesidad de combatir la codicia y el ansia de poder.

Es evidente que no podemos regresar a la Edad Media, ni siquiera al Romanticismo, periodo en el cual se recuperó la figura y el legado de San Francisco de Asís. Tampoco es posible volver a los años sesenta y setenta del siglo XX, a esa época inmediatamente anterior al punto de inflexión mencionado más arriba y caracterizada por un idealismo heredado de los románticos, por una visión utópica que llevó a millones de individuos en todo el mundo a protagonizar acciones revolucionarias con el objetivo de lograr una mayor igualdad, un mayor equilibrio económico, una mayor libertad para distintos colectivos oprimidos y olvidados a lo largo de la historia. No sólo no podemos volver allí, sino que tampoco debemos, pues ya conocemos las consecuencias de todo eso, ya sabemos a qué extremos de violencia y de caos nos condujo la aventura, cuántos destinos personales arruinó por el camino.

No, no es posible retroceder en el tiempo, pero sí cabe aprovechar una serie de aprendizajes útiles de distintos momentos históricos, partir del ejemplo de hombres y mujeres que abrieron brechas ambiciosas para el ser humano en su búsqueda de esplendor moral, sí nos conviene extraer de todo ese bagaje unas cuantas lecciones susceptibles de ser aplicadas hoy. Así, en el aspecto educativo, en la etapa de formación, podemos asumir el compromiso de inculcar a jóvenes y adolescentes la idea de que imaginen su futuro en clave de proyectos vitales concretos dentro de cualquier campo del conocimiento o ámbito de la sociedad, ilusionarles en la elección de oficios y profesiones que les atraigan por constituir un valor en sí mismas, más allá del beneficio económico que se obtenga con ellas, que les gusten porque consisten en construir una silla o una casa, en reparar un zapato o un reloj, en curar a un enfermo o entretener a un anciano, en atender a un cliente o cuidar de un espacio, en enseñar a un alumno o guiar a alguien extraviado, estimularles, en definitiva, en el desempeño de labores cuya esencia se eleve de manera edificante por encima del precio que se paga por ellas.

Y en relación con nosotros, con los que ya hemos andado una parte del camino, sigue habiendo margen de maniobra y razones para el optimismo. A nosotros, a cada uno en función de sus circunstancias, en la medida de sus posibilidades, nos queda la opción de dedicar cada vez más horas de nuestra jornada a trabajos y ocupaciones que, sin llegar a ser esa pasión que sentían los primeros aviadores del servicio postal al volar de noche junto a las estrellas, requieran un mínimo de entusiasmo, un entusiasmo sobrio y vigilante del que nadie pueda abusar, un entusiasmo que, siendo compatible con una retribución justa, nadie se atreva a explotar, o bien entregarnos a causas solidarias y altruistas, sin ánimo de lucro, a un fin magnífico capaz de arrinconar nuestras debilidades y hacernos mejores de lo que somos.

Escritor