“Para estos neonazis, Palestina Libre es simplemente la versión actual de Heil Hitler”, decía el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, el pasado jueves tras el asesinato a tiros en Washington de dos trabajadores de la Embajada israelí. La frase de Netanyahu es el colofón a un discurso que fue fundamentalmente un ejercicio de autojustificación y acusación a Europa, una práctica retórica de sublimación del maniqueísmo con un leitmotiv: todo el que critique la actuación del Gobierno de Netanyahu en Gaza es antisemita y cómplice de Hamás. Y así, el primer ministro israelí se despachó con soltura: “Les digo al presidente Macron, al primer ministro Carney y al primer ministro Starmer: cuando asesinos en masa, violadores, asesinos de bebés y secuestradores les dan las gracias, están en el lado equivocado de la justicia”. La perversidad de esta retórica y la perversión de sus argumentos es tan palmaria que asusta. El recadito a los gobiernos de Francia, Canadá y Reino Unido es brutal. El ministro de Asuntos Exteriores alemán, Johann Wadephul, afirmaba ayer algo muy revelador: “La situación obviamente es un gran dilema político y moral para nosotros”, admitía recordando que para Alemania el tema de Israel es una “razón de Estado” por su propia historia. El discurso de Netanyahu es más que palabras.