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Tribuna abierta

Joaquin Arriola

Hoy no es ayer

Un síntoma de la decadencia más que spengleriana de la Europa occidental es la unanimidad con la que se han acogido, como un mal presagio, los aranceles impuestos por el Gobierno de Estados Unidos a todas las importaciones de su país, como si el desarrollo de los países avanzados se hubiera producido alguna vez bajo un régimen de libre comercio. En realidad el libre comercio solo se promueve por los países más avanzados cuando estos ya han establecido una potente base exportadora, a partir de la defensa de su industria doméstica. Así lo hicieron los campeones del libre comercio, Inglaterra a principios del siglo XIX, Estados Unidos a mediados del siglo XX o China a principios del siglo XXI. Eso sí, cuando una antigua potencia económica recurre al proteccionismo, es señal de su declive económico y de que otras potencias le están pisando los talones del dominio mundial.

En el caso de Estados Unidos, fue a principios de la década de los setenta cuando aparecieron signos evidentes del agotamiento de su ciclo de dominación global. En 1971, cuando el sector industrial estadounidense generaba el 22% del valor añadido, y el déficit comercial representaba el 0,2% del PIB, el presidente Richard Nixon aplicó un conjunto de medidas de urgencia “para defender los empleos norteamericanos”, que entre otras cosas suponía suprimir el sistema monetario internacional erigido por la administración norteamericana en 1948, y aplicar unos aranceles del 10% a todas las importaciones.

Pero a la hora de decidirse a largo plazo entre defender a la industria o a la moneda, Estados Unidos optó entonces por priorizar los intereses de los banqueros. El resultado fue la creación de un gigantesco mercado mundial de dinero, con el dólar como divisa clave, dedicado en su mayor parte a actividades especulativas, que provocó una creciente dependencia del crédito para las actividades normales de producción y consumo. Eso ayudó al declive industrial norteamericano, que hoy es solo genera el 10% de la actividad económica estadounidense.

Pero la defensa del papel del dólar como dinero mundial permitió que el país absorbiera bienes del resto del mundo por un importe superior al de los bienes estadounidenses enviados al extranjero, un déficit que alcanzó su máximo nivel durante el mandato de Bush II, en 2005/06, por encima del 6% del PIB y que durante la última década se ha mantenido por encima del 4% del PIB, pagado con dólares que se han seguido acumulando en las reservas del resto del mundo, sin grandes tensiones para el valor asignado al billete verde.

Y en eso, llegó Trump e impuso aranceles por valor en el entorno al 20% al resto del mundo, con el mismo objetivo que Nixon hace algo más de medio siglo: para defender los puestos de trabajo y la industria nacional.

El mercado norteamericano absorbe el 5% de las exportaciones españolas y el 8% de las del conjunto de la UE. Y España le compra a ese país el 7% de lo que le compra al mundo, mientras que la UE lo hace en un 6%. Es decir, el mercado estadounidense es algo más importante para la UE en su conjunto que para España. Ello obedece a la importancia del mercado norteamericano para la producción de artículos de lujo y suntuarios procedentes de Alemania, Holanda o Francia, o el nicho comercial del que dispone Italia por la importante comunidad italoamericana. Pero el comercio exterior está actualmente fuertemente regionalizado; en España, casi la mitad del mismo se realiza con el resto de países comunitarios.

Hoy, cuando todo el mundo cacarea el mantra de las ventajas del libre comercio, puede ayudar a calibrar la medida adoptada por Trump saber que desde Nixon acá, el porcentaje de Estados Unidos en las importaciones mundiales ha caído del 15% al 12%, es decir, que el resto del mundo realiza al margen de este país el 88% del valor del comercio mundial. No parece que las medidas proteccionistas de un país de tamaño tan limitado en el comercio pueda poner en jaque al crecimiento mundial. Y tampoco parece muy racional el nerviosismo que se ha instalado en las élites políticas europeas, salvo porque llueve sobre mojado: Estados Unidos está a punto de quedarse con el imprescindible flujo de petróleo y gas ruso destinado a Europa, y al que luego tendremos que acceder pagando el correspondiente peaje en dólares al amigo americano.

En todo caso que entender las medidas arancelarias en un contexto más amplio. Los agoreros de la inflación como factor de crisis no tienen razón en el caso de Europa, y tampoco en el de Estados Unidos. Las medidas arancelarias de Richard Nixon solo duraron seis meses, pero aun así, su impacto en la inflación fue nulo: en 1971 la inflación fue 1,5 puntos inferior a la del año precedente, y en 1972, un punto inferior a la de 1971.

A pesar de que los aranceles de Trump son aproximadamente el doble, y que las importaciones de bienes representan el 14% del PIB frente al 4% en 1971, un arancel medio del 20% no debería representar más de un 1,5% de inflación extra. Pero a cambio, el gobierno norteamericano puede recaudar en aranceles más de 650 mil millones de dólares, frente a los 82 mil millones recaudados en 2024. Una cifra que coincide sorprendentemente con los impuestos pagados por las empresas en 2024, y que representa más del 20% de los impuestos sobre la renta.

Sin tener que acudir a despedir empleados federales y reducir el presupuesto –como hizo Richard Nixon, y que la actual administración está imitando– el Gobierno norteamericano puede llegar a disponer de una enorme cantidad de ingresos arancelarios para realizar recortes fiscales a las empresas y a las familias, que compensen el aumento de los precios y mantenga los niveles de consumo.

Si los aranceles se gestionan internamente mediante un pacto de inversión y contención de beneficios –cosa diferente al congelamiento de salarios de la era Nixon– la economía estadounidense puede crecer de forma significativa, aumentando el consumo familiar y la creación de empleo.

Con todo, hay algunos cambios significativos en el panorama internacional, que pueden limitar el éxito de la “operación aranceles”. A principios de los setenta, las grandes potencias que empezaban a desequilibrar el comercio internacional de Estados Unidos eran Alemania y Japón, dos países con más de un tercio de su valor añadido generado por la industria. Pero dos países que se encontraban fuertemente intervenidos por Estados Unidos, militar, política y económicamente, sin recursos energéticos propios y de una dimensión global (167 millones de personas) una quinta parte inferior a la de Estados Unidos (208 millones). Pero hoy la gran potencia industrial, con más de un tercio de su valor añadido procedente de la industria, es China, un país que no le debe nada a Estados Unidos (más bien al contrario), y con una población cuatro veces mayor que los 340 millones de estadounidenses.

La capacidad de respuesta de China –y por extensión de Asia– es mucho mayor que la que tenían Japón y Alemania –y por extensión Europa occidental– en 1971 o incluso ahora. Una respuesta que no tiene que ver solo con la alteración de los flujos comerciales o la recomposición de las cadenas globales de valor, sino con el rediseño del orden internacional sobre unas bases diferentes (mejores o peores, ya se verá) a las del periclitado orden internacional diseñado por Estados Unidos al final de la II Guerra Mundial hoy declarado definitivamente fallecido.

Y tan importante como controlar los flujos de mercancías es controlar el medio de pago: el intento de la administración Trump de cuadrar el círculo, esto es, de mantener un dólar fuerte para que siga siendo el dinero mundial por excelencia, y al mismo tiempo pretender que el euro, el yen y el renminbi se revalúen frente al dólar para que sus exportaciones sean más caras para el comprador estadounidense son cosas incompatibles. Lo que sí parece que puede provocar un arancel norteamericano del 20% es una aceleración del declive del dólar como medio de pago mundial, donde representa todavía el 57% de los pagos, y el cierre total o parcial del chiringuito financiero especulativo global, donde el dólar es la moneda en que se efectúa el 80% las apuestas.

Profesor titular de Economía Política en EHU/UPV