Juan Carlos I, enojado y ofendido
Juan Carlos, el rey emérito, se ha enfadado, por fin. Para él han sido infinitas las ofensas, agravios, calumnias y bromas pesadísimas sobre su vida, sus bienes, su ímprobo trabajo durante tantos años, que, al fin se ha enfadado y le pide en los juzgados al ex presidente de Cantabria, Revilla, un pastón, 50.000 euros, que donaría a Caritas. Por cierto, Caritas, ¡cuánto dinero blanqueas!
Este hombre, supuestamente “motor del cambio”, al morir Franco siguió con sus negocios, los que venía realizando, al menos desde la crisis del petróleo de 1973-74. Nadie le explicó a Don Juanito, creo yo, cuando llegó a España, quién era, de dónde venía y cuál era su papel en España. Fue designado como sucesor suyo, a título de rey, por un dictador que “no tenía que responder de sus actos más que ante Dios y ante la Historia”. Y se lo creía, ¡vaya si se lo creía! Jugó con Don Juan, padre de Juan Carlos, con Carlos Hugo, un pretendiente carlista y, parece que al final de su vida y por instigación de su esposa, con Alfonso de Borbón, hijo del infante Don Jaime que, por su discapacidad, había renunciado al trono. Se había casado Alfonso con la nieta mayor de Franco, Carmen Martínez Bordiú.
En efecto, con su omnímoda autoridad, Franco designó a Juan Carlos, como sucesor en la Jefatura del Estado, a título de rey, con un asombroso berrinche de su padre, Don Juan, que, rodeado de un coro de aduladores, se creía que era el legítimo heredero de su padre, Afonso XIII, que había abdicado en 1931. Don Juan no entendió nunca que Franco no restauraba la monarquía borbónica, sino que instauraba una nueva monarquía, en este caso, de la mano de un Borbón.
Quien conozca el recorrido de la Transición a la democracia en España, advertirá que a Juan Carlos, sus formadores no le advirtieron de uno de los grandes defectos de su abuelo, Alfonso XIII, el “borbonear”, el inmiscuirse hasta las cachas y de modo obsceno en la marcha política del País, una vez aprobada la Constitución. El “borbonear”, como a su abuelo, le pudo costar el trono. Los tejemanejes para echar a Adolfo Suárez de la presidencia del Gobierno, las reuniones conspiratorias, como la de Lérida, con el socialista Múgica y el general Armada, sus mil y, una indiscreciones, muchas de ellas muy graves, llevaron a España a una situación caótica. Puedo creer que, durante aquella noche del 23 de Febrero de 1981, trabajó hasta la extenuación para frenar a aquellos militares que se creían en el siglo XIX, pero es muy probable que frenara un golpe de estado en el que tuvo una gran responsabilidad.
Este hombre ha defraudado a mucha gente. Al Estado le han costado mucho dinero sus aventuras de todo tipo. Y, al final, cuando una periodista le pregunta en Sanxenso si va a dar explicaciones, entre risas, les contesta con su voz salida del túnel, “¿de qué?”
De los negocios de este hombre se ha hablado mucho. Lo importante para él sería que, en alguna noche de insomnio en Abu Dabi, piense, piense mucho en la ética, la ética económica, la social, la política y, también, en la estética.
Desde la muerte de Franco, Juan Carlos izó en La Zarzuela su bandera, la bandera de la desfachatez. No dudo que, como su padre, haya amado a España hasta el infinito, pero no a los españoles, sino a los montes, a los ríos con sus afluentes, a los cabos y, sobre todo, a los golfos.
Historiador