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Florencia otra vez

Durante años he querido volver a Florencia y, cuando pisé el empedrado desigual de las calles, me emocioné. Está igual y distinta que la recordaba. Hacía sol y llovía, igual que los días de primavera en Bilbao. La última vez, buscaba a Leonado en cada rincón y lo encontré. La historia de aquel tiempo se convirtió en novela, La dama del cisne. En este mes de marzo en mi cabeza hay otro rumor que va sin rumbo por el agua del Arno.

Florencia otra vez

Como los que me miran sin ver, conservo una foto que nada tiene que ver con la de hace quince años. Pregunto a las calles dónde está el taller de Leonardo, el que nadie conocía. Hoy es una lonja con la persiana bajada. Pienso en las pinturas que se hicieron allí y sonrío porque los turistas, en esta ocasión no me siento turista, pasan sin saber que, en aquel lugar, que pocos saben, soñó un genio. Dicen los escritos de la época, que era el joven más guapo de Florencia, (“destacaba por excepcional belleza física”) pero la imagen que siempre figura en sus biografías es la de su autorretrato de madurez; sin embargo, fue el modelo de Verrocchio para David. Leonardo está en el aire de la ciudad, aunque los puestos de los mercados no son italianos. Los que nos ofrecen pañuelo de seda y fundas de gafas de colores, son pakistaníes pero, las pizzas son increíblemente deliciosas y hechas por toscanos.

La flor de lis es el símbolo de Florencia, está gravada en la piedra de los edificios, en las carteras y los bolsos de cuero, quiere decir eternidad. Esa eternidad inmortal, los Médicis, para ser distintos, cambiaron el lirio blanco por una flor de lis roja. La ciudad debe saber lo que somos –dijo Cosme de Medici al artista– píntalo de rojo Su lema, simbolizado por una tortuga, Festina lenta, apresúrate despacio, aparece en la piedra, hay tortugas en monumentos de la ciudad. Los alquimistas en sus blasones, cuando llegaban a la gran inspiración, el encuentro de la piedra filosofal, imprimían en sus escudos un lirio rojo que representaba el árbol de la vida, la perfección.

Andar en Florencia, sin guías turísticas, sin saber lo que ves, hace que los ojos descansen en los edificios de mármol blanco con fino ladrillo, como pasteles de nata y laminas chocolate. La arquitectura gótica renacentista es tan bonita que parece la fantasía de un mago. Casi todas las casas son amarillas, un color luminoso que significa alegría y entusiasmo. Los nombres se suceden en la cabeza: cúpula de Brunelleschi –lo primero que ves, como una anuncio de la ciudad–, el baptisterio de San Juan, la basílica de Santa María del Fiore, la plaza de la Signoria, el Palazzo Vecchio…

Las tiendas, las boutiques, los tenderetes callejeros para comprar, el deseo de los viajes, han perdido en encanto de lo exclusivo. La globalización ha transformado los escaparates y comercios en una sucesión de franquicias. En Bilbao, París, Florencia y más ciudades europeas, encontrará otra Zara y otro Massimo Dutti. El mundo ha cambiado y es curioso que este cambio se deba a la caída del muro de Berlín. La desaparición del bloque comunista trajo a nuestra vida y nuestro diccionario una nueva palabra: globalización. Se creó en 1995 la Organización Mundial de Comercio (OMC) y la trasformación del planeta fue rapidísima, con el veloz crecimiento informático, el desarrollo de la ciencia y la tecnología. Al desaparecer las fronteras, el movimiento de turistas y empresas se desplaza con celeridad. Las aerolíneas de bajo coste hacen posible que los viajes sean más baratos. Se multiplican las ventas por internet y pocas cosas son imposibles.

Antes de los terremotos, en Santorini, los turistas, apretujados como latas de sardina, tenían que guardar cola para ver la puesta de sol. En Florencia, también, hay que esperar en una larga fila para entrar en la Perfumería de Santa María de la Nouvelle, el primer establecimiento del mundo, fundado en 1221, dedicado a colonias, cremas y velas. Visita obligada, aunque no compre ni una pastilla de jabón. La globalización, como una interminable baba de caracol, hace posible que todos podamos llegar a países lejanos. Antiguamente, para llegar a Nueva York, había que ir en barco y pasar mas de 20 días en el mar. Hoy se llega en unas horas y cada vez a mejor precio.

Lo especial no existe pero Florencia sigue existiendo.

Periodista y escritora