Si algo debe guiar una ética coherente con relación a los derechos humanos es que la vulneración de los mismos no despierte mayor o menor indignación en función de las personas o colectivos que se vean afectados. Los derechos humanos, concebidos tras una larga gestación a lo largo de los siglos, son atributo fundamental de la condición humana. Más allá de razas, lenguas, naciones, sexos, orientaciones sexuales, religiones e ideologías, todo ser humano, toda persona, merece el mismo respeto y ostenta la misma dignidad.

Podríamos decir que esta afirmación, en el plano teórico, es totalmente “pacífica”, como se dice en Derecho: en suma, aceptada por todo el mundo. Hay que remitirse a posturas muy extremistas (que existen, por cierto, y no debemos olvidarlo) para que ese principio sea negado de forma explícita (Y también conviene recordar que extremista no es sinónimo de radical, aunque hay quien lo considere así). Pero si una cosa es la aceptación formal de los derechos humanos, otra cosa es la práctica diaria. Esa práctica no involucra sólo al alud diario de violaciones de derechos en distintos puntos del planeta, sino también, en lo mediático, al gran interés que merecen determinados conflictos y al clamoroso olvido que padecen muchos otros.

Cuando hablamos de la importancia de las declaraciones no estamos frivolizando. Vivimos en un espacio mediático: la realidad viene filtrada diariamente por toda clase de debates desarrollados en universidades, parlamentos, redes sociales y medios de comunicación. La caricatura de ridiculizar las expresiones de condena (en las redes sociales, por ejemplo) ante las violaciones de los derechos humanos olvida que esas mareas discursivas, esa sucesión de declaraciones, van moldeando poco a poco las conciencias y, con ello, la posibilidad de que surjan o no movimientos de resistencia o de protesta. Un entorno mediático que recuerde constantemente un conflicto bélico o que, al contrario, lo invisibilice, condiciona las agendas políticas. Por eso cobra tanta importancia la constancia, en medios de comunicación y en redes sociales, de las peores violaciones de los derechos humanos.

Esas violaciones deberían afectarnos por igual, deberían irritarnos por igual. Al menos los que tomamos parte activa en los debates sociales, deberíamos sentir el mismo compromiso y realizar la misma denuncia. Pero, en la práctica, el foco mediático se dirige a conflictos muy concretos y deja en completa oscuridad otros no menos graves.

¿Por qué se produce este fenómeno? En primer lugar, por intereses geopolíticos entre grandes contrincantes. Esos intereses no generan la misma cobertura en el caso del genocidio de los royingas en Birmania (que Desmond Tutú calificó de “a cámara lenta”) que el que perpetra Israel contra los palestinos, en vivo y en directo, en Gaza. Ambos pueblos son musulmanes, pero los intereses geopolíticos en juego determinan distinta cobertura mediática y repercusión social. Y hemos aludido a dos conflictos en que se hallan implicados pueblos de tradición y cultura islámicas: podríamos hablar de las atrocidades que hoy mismo padecen cristianos, drusos y alauitas en Siria, o crónicos conflictos, no menos dolorosos, en el Congo, Mozambique o Sudán del Sur. La guerra en el Yemen solamente asoma cuando los hutíes atacan a Israel o cuando éstos son atacados por EEUU. Y ello sin hablar de las guerras contra el narcotráfico en varios países latinoamericanos, con tintes de auténticos conflictos armados. Estos rara vez son cubiertos en cuanto tales: aparecen sumergidos en coberturas más generales sobre la situación de esos países. Muy ocasionalmente asoman, como la desaparición de 57 estudiantes de la Escuela Nacional Rural de Ayotzinapa hace años o, recientemente, el rancho de los horrores, ambos casos acaecidos en México.

Las violaciones de derechos humanos se utilizan, frecuentemente, como la excusa legitimadora de acciones políticas y militares. Toda reacción, en el plano bélico o diplomático, goza de un inmenso refuerzo si cuenta con la cobertura moral que otorga la violación de los derechos humanos. Y nada que objetar, desde el punto de vista ético, siempre que sirva para detener esas violaciones. El problema es cuando el derecho internacional humanitario sigue violándose de forma sistemática y algunos agentes políticos o sociales no se sienten igual de concernidos en unos casos y en otros.

¿Habría algún modo de enmendar esos desequilibrios, que llevan a centrar la atención en conflictos determinados y relegar muchos otros al olvido? Pensamos que sí: la solución vendría dada por la existencia de una verdadera justicia internacional; por decirlo de otra manera, la solución será posible cuando la humanidad se tome en serio la existencia de una justicia internacional. Ahora existe, podríamos decir, una justicia a la carta, por el defecto inherente del derecho internacional de que un país, si no firma un tratado (en este caso, el tratado de Roma, entre otros tratados internacionales) no está obligado a acatarlo.

Tranquilizaos”, nos dijeron. “Podría ser peor”… Tenían razón. Lo hicimos y lo fue. Por eso debemos cada cual, desde nuestro rincón individual, asumir nuestra responsabilidad alícuota de mejorar la situación. La humanidad siempre se ha recuperado de sus peores crisis de esta manera. Hemos de influir por los canales que tenemos como ciudadanos de una cultura democrática (que también es mejorable) para perfeccionar las herramientas que tenemos de no repetición.

La existencia de una verdadera justicia internacional podría afrontar de forma objetiva y rigurosa, sin distinción alguna, todas las violaciones de los derechos humanos con todas las garantías, pero también con todo el rigor, de un sistema judicial de calidad. De esa manera, los efectos indeseados que provoca la desigual atención mediática a distintos conflictos perdería importancia.

Aun así, es mejor una justicia internacional imperfecta, como la que tenemos ahora, que no tener ninguna. Y el contexto actual nos sitúa en una disyuntiva que puede ser crucial: o salimos con una justicia internacional mejorada, que sería lo deseable, o con una justicia internacional abolida, que sería un desastre en toda regla. Y no cabe afirmar que no está en nuestras manos. En nuestras manos sí está. Y cada cual tenemos canales distintos para ello. Todos podemos influir, desde nuestras distintas capacidades. No cabe relajarse, porque eso sí sería lo peor.

Pedro Ugarte es escritor. Andrés Krakenberger es activista por los Derecho Humanos