En la sociedad actual se observa un contraste entre el conocimiento que posee la ciudadanía y la visión paternalista de su organización. La histórica ignorancia del pueblo, junto con minorías que velaban por su bienestar, generó formas de gobierno que han perdurado en el tiempo. Sin embargo, las nuevas generaciones, mejor preparadas, requieren participar y asumir responsabilidades.
El paternalismo, si bien pudo ser necesario en otros tiempos, hoy se ha convertido en una lacra social: crea dependencia, inhibe iniciativas y traslada responsabilidades. Se trata de una arraigada forma de concebir la autoridad que ha generado esquemas mentales difíciles de erradicar:
• La familia sobreprotege a la descendencia, satisfaciendo todos sus caprichos y evitando su contribución a las tareas domésticas (“síndrome del hijo único”).
• La docencia está orientada a transmitir el “currículo docente” más que a despertar vocaciones creativas, y se organiza en vacaciones, festividades y celebraciones que la diferencian del resto de la sociedad (“microclima artificial”).
• Los gobiernos están orientados a “velar” por las necesidades sociales, llevando su protección hasta límites insospechados (“todo para el pueblo pero sin el pueblo”).
Todo ello genera actitudes sociales en las que la responsabilidad se traslada a otros: se “exigen” soluciones a la familia, a la docencia o a la “clase política”, mientras los derechos individuales permanecen intocables. El potencial transformador de la sociedad queda disminuido por actitudes paternalistas que inhiben iniciativas creativas y solidarias.
Los movimientos comunitarios no están de moda. Representan la antítesis del paternalismo, ya que ofrecen cauces de participación y asumen responsabilidades sin delegarlas en otros.
Hubo un tiempo, en las postrimerías de la dictadura, en el que se despertó una fiebre comunitaria ante la inhibición y el abandono político. Surgieron múltiples y sólidas experiencias, reconocibles en la sociedad actual. La llegada de la democracia y la irrupción de los partidos políticos modificaron el panorama: se trasladó a la iniciativa política las responsabilidades y el impulso comunitario comenzó a decaer. Líderes sociales, curtidos en tareas comunitarias, pasaron a engrosar los cuadros políticos.
En aquella época, Arizmendiarrieta afirmaba: “Las necesidades unen, las ideas separan”, señalando que los movimientos comunitarios unen a las personas ante la necesidad (sin distinciones), mientras que las ideas segmentan la sociedad por afinidades políticas. Alertaba que la llegada de los partidos no debía desmembrar los esfuerzos comunitarios. Entonces no entendíamos del todo su mensaje, pero hoy sabemos que la democracia y la organización política representan la orientación y gestión de la fuerza pública, mientras que la participación comunitaria es el impulso creativo de la sociedad civil. No son conceptos antagónicos ni excluyentes, sino que se necesitan y complementan mutuamente. La fuerza comunitaria no puede concebirse sin una sólida organización política, y esta última carece de eficacia sin el impulso creativo de la comunidad.
La sociedad actual requiere que los rancios “paternalismos excluyentes” se transformen en procesos de “empoderamiento”, tanto para las personas como para las organizaciones comunitarias. En vez de “velar” por las necesidades de la sociedad (“síndrome del rebaño”), las administraciones deben “traccionar, impulsar y fomentar” movimientos comunitarios que propicien la participación ciudadana y promuevan soluciones innovadoras. Se trata de aplicar la estrategia push-pull: movilizar a la sociedad en un afán creativo (push) y complementar ese esfuerzo desde las instituciones públicas (pull). Mediante procesos de cooperación y con el apoyo de instituciones de cobertura, pueden generarse ambiciosos proyectos estratégicos de futuro que multipliquen la eficiencia conjunta. Esto conlleva la adopción del “principio de subsidiariedad”, que fomenta la asunción de responsabilidades desde la base, mientras los gobiernos implementan y refuerzan los esfuerzos realizados por la ciudadanía.
Es un proceso de cambio cultural que requiere el impulso de la sociedad civil y una actitud proactiva por parte de las administraciones. Erradicar paternalismos (en la familia, la docencia y la sociedad), preparar a las personas en igualdad de oportunidades, exigir que asuman sus propias responsabilidades sin necesidad de servidores y abrir cauces de participación comunitaria en proyectos ambiciosos es la manera de “empoderar” a la ciudadanía y eliminar el paternalismo.