Hay muchas realidades y soy consciente que al escribir estas líneas mi mente piensa en los chicos y chicas que cruzo cada mañana, con sus mochilas al hombro y la mirada clavada en la pantalla del móvil. Hay quienes, en grupo, comparten conversación sobre temas habitualmente escolares, pero se ve tanta chavalería con la mirada anclada al móvil y el oído expuesto a alguna música o podcast... Al observarlos caminar en cualquiera de esas calles transitadas, a menudo me pregunto en dónde estarán..., mientras esquivo sus cuerpos jóvenes, de mirada anclada en el virtual ciberespacio, ausentes del lugar que habitan y requeridos de que alguien les abra el camino para evitar un choque de cuerpos. Al cabo, escucho conversaciones en voz alta en la cabina del tranvía, algunas íntimas, y siento un molesto pudor ajeno, pero rápido, por el hábito de lo cotidiano, comprendo que no hay nada de íntimo para quien así vocifera. Lo íntimo es transmitido y se convierte en éxtimo. En breve, se han abierto las puertas y he salido al ver que he llegado a mi parada. Ando unos pasos hacía el semáforo y al ver que está en rojo para quienes vamos de camino, me detengo. Los cuerpos jóvenes se desplazan a la acera de enfrente, tras prever que el peligro no acecha, a pesar del rojo evidente. Me quedo solo, solo por aceptar una antigua norma de tráfico. Soy un ser analógico. Levanto la mirada al otro lado y veo una mujer que me mira, quieta ante el color rojo, como yo. Siento que nos hacemos compañía en la distancia, en esa soledad matutina de tantos cuerpos ajenos al presente común. Otro ser analógico, pienso, en análoga situación. Al rato, cuando el muñequito rojo venido a menos en su estatus de vigilante del orden, cambia de vestimenta al verde esperanza, comenzamos a caminar y al cruzarnos, tímidamente, nos saludamos. Dos intimidades que se cruzan. Dos presencias que hacen contacto. ¡Qué grata resulta la compañía! Justo en ese preciso instante en el que nuestras miradas se comunican, decido escribir este artículo, y ahora comprendo, una vez más, que el acto creativo surge del deseo de compartir.

En la época de las redes de comunicación, la soledad social tiene visos de epidemia. Los mayores nos estamos dejando afectar, pues el llevar una máquina tragaperras en el bolsillo, tal es el móvil, nos vamos enfermando con el “yo controlo” habitual como emblema. La adicción a la maquinita, no es un juego, ya que la ludopatía es una patología, una adicción que corrompe la voluntad, mengua la cognición y cancela el deseo de compartir.

En una época en la que las fake news son el pan nuestro de cada día y el mercado de consumo miente equiparando el consumo a la felicidad, cual es el legado que debemos dejarles a los jóvenes que habitan nuestras casas, acuden a nuestros colegios y aprenden de nuestras acciones y omisiones. A qué tienen derecho, realmente. Es ésta una de esas preguntas globo que pueden ser respondidas ad infinitum, pues no es este un tema menor, ni fácil de objetivar, si bien en el apartado de derechos también existen listados o decálogos. ¡Cómo no!

Ante un calidoscopio de respuestas posibles, cada quien puede optar, elegir, y de hacerlo, ofrecerá su punto de vista, uno que siempre será parcial y dejará espacio a otras opiniones, pues en un mundo polarizado que fabrica proclamas y verdades absolutas, resulta revolucionario ofrecer aportes éticos abiertos, verdades subjetivas y singulares, con vocación de hacer comunidad.

Sabemos por la justicia restaurativa de la importancia de la verdad y la reparación en situaciones en los que los derechos humanos han sido atropellados, haciendo luz de gas, velando o negando sin pudor tantos y tantos episodios negros de la historia y a sus autores. Ciertamente, cuando la verdad enseña sus vestidos y expone lo que es, la cosa cambia. Hay algo de curativo cuando se es honesto; la verdad transforma las relaciones y la propia autopercepción. Uno se desnuda y aparecen los pliegues horrendos, pero es ahí donde se inicia un nuevo camino hacia el autoaprecio. Entiendo que una ética de la verdad puede ser un gran regalo para los púberes y jóvenes de hoy, un presente inequívoco que les ayude a orientar su mirada de forma más certera hacia un futuro siempre incierto.

¿Pero de qué verdad hablamos? Es esta una pregunta a debate, sin embargo, me atrevo a señalar que los derechos humanos, en general, y en particular los atribuibles a niños y niñas menores de edad, deben de ser algo más que requerimientos exigibles a los poderes públicos para con ellos y ellas. Dicho de forma más sencilla: los derechos deben de ser algo más que prebendas personales, pues en la medida en que son hitos colectivos peleados y a la postre logrados por nuestros abuelos y abuelas, debieran de aplicarse, entiendo, no solo de cara al beneficio personal, sino de cara al cuidado de lo comunitario y transmitirlas como legado a las generaciones venideras.

En este sentido, la solidaridad cabe ser considerada como un derecho, uno que considere el cuidado del espacio comunitario como una forma de autocuidado y el lazo entre diferentes como un logro. Una solidaridad que tenga bien presente el signo de lo colaborativo y el beneficio común, también, como ganancia individual.

Una verdad evidente es el hecho de que vivimos rodeados de personas que cada vez emiten menos señales offline y es que, también, los mayores estamos atrapados en la tela de araña. Acaso los más jóvenes no tienen derecho a que les enseñemos a emitir señales propias. En esta época en la que hablar es sinónimos a escribir por whatshapp y mantener una conversación, lo mismo que teclear oraciones, acaso no es requerible bajarlos de tanta nube y retarles a que prueben a mirarse de un lado a otro de su propia acera. Ahora, seamos honestos: la pista de aterrizaje debemos de estrenarla primero los mayores. Quizás entonces la verdad pueda ser reparadora.

Psicólogo clínico en Agintzari SCoop. de Iniciativa Social - El 20 es noviembre es el Día Internacional de los Derechos de los chicos y chicas menores de edad