El otoño de 2024 en el hemisferio boreal (suena más elegante que “en la mitad de arriba del mapamundi”, no nos engañemos) comienza el domingo 22 de septiembre a las 14:44 horas. Hora oficial peninsular, una hora antes en Canarias y seis meses después (minuto arriba o abajo) en el ojete de un rincón de un arrabal de mi Buenos Aires querido. Si es usted de los que compra este periódico y lee puntualmente las separatas, llega de víspera.

Si por el contrario forma parte de los carroñeros que escarban en los restos de prensa amontonados en el bar, un consejo: si el firmante es un tal César González-Ruano, se ha hecho usted con un incunable le guste o no. Que a mí no, pero cada madre nos echa al mundo por las bravas y las quejas a la matrona que yo he cerrado la ventanilla unas horas, mi chiquirrinín. Y si a pesar de todo opta por consumir algo sólido en ese tugurio exija una prueba del Carbono 14, un confesor y un notario. En casos así toda precaución es poca.

Dice el refranero que “la primavera la sangre altera”. Afirmación cierta en la mocedad (pero restringida a ciertas partes de la anatomía) y rematadamente falsa a partir de cierta edad, digamos, provecta. Y como creo que se va viendo, no soy otoñal por vocación sino por edad, cosa que acepto como indiscutible pero por obligación y con no poco fastidio. Pero el refranero, como la Real Academia, vive en un mundo paralelo, porque a mí cuando se me hiela la sangre en las venas es a partir de octubre, cuando llegan las facturas del gas y la electricidad. 

Pero retomemos. El otoño, una especie de domingo de tres meses que trae consigo un nuevo curso con su ordalía de gastos para padres y madres en edad escolar, lluvias plomizas -de momento, claro- que gratinan la alegría de vivir como un chute de melancolía... Y la rutinaria belleza de la infinita gama de ocres de los bosques navarros (es lo que me toca) para pasmo de visitantes y aburrimiento infinito de nativos, que la contemplamos como un inuit de sesenta años contempla la nieve de los cojones: pensando en que morir de hastío puede resultar asumible, pero mejor bajo el sol de Copacabana y con una caipirinha en la mano. Dónde va a parar, por favor.

Y ahora vienen doce o trece semanas de tonos grises y marrones, una combinación de colores que únicamente podría resultar alegre y atrevida en un velatorio del Opus Dei. Es una estación en la que, si pudiera, no me apearía ni para heredar. Sólo me alegro por un amigo castañero que tengo por ahí y que adora su trabajo. Pero en cuanto se jubile me pondré a recoger firmas para ilegalizar el otoño.