Por mucho que nos repitamos que ETA anunció su final hace seis años, sus consecuencias no desaparecerán de la noche a la mañana. Aunque queramos, no podemos poner el contador a cero porque el impacto de la violencia lo seguiremos arrastrando durante décadas. Las ausencias y los heridos nos siguen marcando y nuestra convivencia ha estado determinada por el autoritarismo de quien justificaba políticamente el matar. Lejos de haberlo superado ya, después de la barbarie queda todo por repensar.

En los encuentros sobre el terrorismo de ETA en los que participo con alumnos de secundaria hay una pregunta que se repite en cada debate: el perdón. En ese momento, creo que no solo se están preocupando por una iniciativa individual que debe partir del ejecutor, sino que con esa pregunta pretenden intervenir en el modelo de convivencia que estamos construyendo. Paradójicamente yo les hablo del pasado y ellos piensan en el futuro. En realidad, de eso se trata.

Ese perdón, ese reconocimiento sincero del injusto daño causado, más que con lo religioso conecta con una memoria reparadora. Porque la sociedad espera del ejecutor una reparación social que va más allá del reproche penal, que no solo tiene que ver con el hecho delictivo, sino sobre todo tiene que ver con la responsabilidad hacia el nuevo tiempo que se pretende construir.

En el camino de la convivencia, libre ya de tutelas violentas, quienes optaron por la violencia como estrategia política tienen que responder moralmente del daño infligido a la sociedad y tienen, asimismo, el deber de contribuir a que la nueva sociedad se reconstruya desde unos supuestos diferentes, lejos del elogio o la disculpa ante la violencia. Por eso el Nunca más, en realidad, más que al pasado, mira a las siguientes generaciones. Después de años de banalidad del mal, la violencia se tiene que resignificar en nuestra sociedad para que nadie nunca más tenga la tentación de decir que aquello pudo tener algún sentido.

El grupo de presos de ETA ubicados en lo que se llamó Vía Nanclares, despreciada por la propia izquierda abertzale y el PP, optaron por una vida constructiva que rompía con su pasado. Kepa Pikabea, miembro de ETA y responsable de al menos veinte asesinatos, dice que “las armas te dejan heridas que no cicatrizan nunca”. Carmen Gisasola, también miembro de ETA, afirmaba: “Siento no poder reparar lo irreparable”. Recientemente un preso que todavía está en la cárcel en una de las cartas exigidas para la progresión de grado confesaba: “Tras el fallecimiento de mi padre (...) a través de mi sufrimiento, pude acercarme con total empatía al sufrimiento que yo mismo causé en varias personas y familias”. Frente a esa actitud positiva el candidato de EH Bildu a las próximas elecciones europeas, Pernando Barrena, declaraba que “arrepentimiento y delación son líneas que un preso de motivación política no puede pasar”.

La contribución a la convivencia por parte de los perpetradores, y la toma de conciencia ante ello, exige una identidad nueva, una nueva presencia del victimario en la sociedad. Por lo tanto, el perdón o el reconocimiento del injusto daño causado no solo tiene una dimensión íntima que conecta a la víctima con el victimario, tiene también una lógica social porque contribuye a la nueva vida que necesitamos. Esa perspectiva comunitaria del perdón, además, descarga de responsabilidades y de peso a la víctima. Uno de los efectos no deseados de la necesaria película Maixabel es que se ha podido crear la imagen de la víctima perfecta que es capaz de perdonar. Pero en muchas ocasiones las víctimas no pueden hacerlo o no saben hacerlo o no quieren hacerlo. Reyes Mate afirma en este sentido que nunca puede haber “una valoración negativa de la víctima que no puede o no quiere perdonar”.

Mari Paz Artolazábal, viuda del periodista José Luis López de Lacalle, asesinado por ETA en Andoain el 7 de mayo del año 2000, ha reflexionado sobre ello: “A mí los que mataron a José Luis no me han pedido perdón. Me dan mucha pena porque el que le pegó los tiros era un chaval de 22 años y ha echado toda la vida por la borda. No puedo sentir otra cosa que compasión por él”. Neli González, la hija del soldador asesinado por ETA pm Mario González, afirma: “Yo ni olvido ni perdono. Paso porque tengo que vivir”. Francisco Medina, hijo del albañil del mismo nombre asesinado en el barrio de Eguía, asegura: “Perdonar es difícil, a lo mejor lo tengo delante y le digo que no pasa nada, pero le diría que se aguante con su vela, como yo aguanto la mía”. “No me gustaría morirme sin haber perdonado”, reconoció el funcionario de prisiones José Antonio Ortega Lara. Consuelo Ordóñez decía que no podía perdonar “porque quien tendría que perdonarle está muerto”. Irene Villa aclaraba que “nuestro mayor deseo es ser las últimas víctimas. Por eso optamos por el perdón, no solo para romper el vínculo con quien te rompe la vida en dos, sino para romper la espiral de la violencia”.

Ante el nuevo tiempo, el elogio al ejecutor es un lastre para la convivencia. Los homenajes, la consideración social hacia el victimario que todavía impregna a la izquierda abertzale les coloca sentimentalmente en el periodo anterior a la desaparición de ETA. Como decía certero el exdelegado del Gobierno en Euskadi Denis Itxaso, “los ongi etorri llevan al preso al día anterior al delito”.

La geografía de nuestra memoria está llena de daños. Solo seremos capaces de superarlos de forma sanadora si quienes mataron o ayudaron a matar deslegitiman la violencia. Porque, aunque no se produzcan nuevos daños, muchas víctimas reviven su tragedia cada vez que alguien muestra más afecto político por el victimario que por la víctima.

Autor de ‘ETA: la memoria de los detalles’