Si el máximo organismo internacional ha quedado ya demasiadas veces en entredicho, en su papel de mediador de conflictos y garante de la paz, las palabras de la embajadora de los EEUU en su sede, Linda Thomas-Greenfield, son la gota que colma el vaso. Es difícil de creer. Uno no sabe si echarse a llorar o reír de la pena. El pasado 25 de marzo, la abstención de EEUU en la ONU permitió sacar adelante una resolución que exigía un inmediato alto el fuego en la Franja de Gaza (bien es verdad que el organismo no tiene capacidad para imponerla sobre el terreno). Parecía ser un logro, no total ni absoluto, por supuesto, ante la situación de tragedia humanitaria, pero sí un brote de esperanza para lograr que Israel decida dar un paso atrás en sus pretensiones de intervenir en Rafah y crear unas condiciones que obliguen a las dos partes a llegar a un acuerdo de mínimos. Ahora bien, unos días más tarde, la misma embajadora señalaba que esa votación no era vinculante… total estupor. Así que todo queda como está, con un total desprestigio para la ONU.
Ver para creer. EEUU en dos actos consecutivos se encontraba primero con la reacción airada de su aliado israelí y a continuación con buena parte de los países. Entonces, ¿por qué se había abstenido? ¿Para qué sirve el Consejo si sus resoluciones tienen el peso que a uno le dé la gana? El mismo secretario general de la ONU, Antònio Guterres, defendía con vehemencia que el artículo 25 de la Carta Fundacional obliga a los integrantes de Naciones Unidas a cumplir las decisiones del Consejo de Seguridad. Otros juristas también secundaron al secretario general, aunque los hay que consideran que EEUU hacía su propia interpretación y de ahí que lo considerase no vinculante. Y, sin embargo, al margen de tales sutilidades jurídicas, se entiende poco la actitud tan incoherente de Washington. Dio esperanzas y de inmediato las destruyó. Si fuera otro contexto, todo quedaría en papel mojado y pelillos a la mar, pero no aquí, cuando la situación en Gaza es catastrófica. Esta dinámica con la que juega la diplomacia norteamericana es retorcida y torpe. De hecho, si el odio que genera la bandera de barras y estrellas en parte de Oriente Medio era ya grande de por sí, ahora todavía es mayor ante su postura taimada en defensa de Israel, pero que ha traído consigo también un gran malestar en el mismo Tel Aviv al no verse apoyado incondicionalmente. La Casa Blanca quiere la paz sin negarle su apoyo a Israel. Todo no puede ser, no cuando Netanyahu ha decidido actuar a espaldas del derecho y la legalidad internacional, y ha convertido Gaza en un cementerio.
Así que esta incongruente diplomacia únicamente genera inquietud por los efectos subsidiarios que pueda traer consigo, alimentando otros sucesos que acaben por desarbolar los principios rectores de la ONU. Si EEUU desdeña la legislación internacional, entonces, el Kremlin tampoco tiene por qué asumirla, ni nadie…. Hipocresías y mascaradas aparte, es evidente que la ONU es un barco a la deriva, cuyos efectos se están notando. A la par que esto sucede, Israel aviva las llamas del yihadismo. El Estado Islámico, tras su sonoro y desgraciado éxito en Moscú, ha exhortado a sus simpatizantes a atentar en EEUU e Israel por su papel en Gaza. Y ¿qué es de Hamás? El grupo terrorista, lejos de estar arrinconado (salvo en la Franja) ha encontrado un gran apoyo y solidaridad en los países del entorno. Khaled Mashaal, uno de sus líderes, refugiado en Jordania, anunciaba por videoconferencia que el grupo no liberará a los rehenes hasta que Israel cese el fuego y se retire de la Franja. Algo que Netanyahu no aceptará y que espoleará más su decisión de llegar hasta el final y el temor de que se le escurra la victoria por entre los dedos.
Sin embargo, Tel Aviv, lejos de estar cerca de ratificar su aniquilación, ve como sus líderes y representantes, desde su sede en Catar, son acogidos y cuenta con seguidores en Líbano, Jordania, Siria, Turquía, Egipto y, sobre todo, Irán. Ismael Haniye, del aparato político de Hamas, fue recibido en Teherán con estima y consideración por el Líder Supremo, Alí Jamenei. El plan anunciado por Israel es el de acabar con todas las estructuras y bases del grupo yihadista en la Franja. De momento, ha ocupado tres cuartas partes de la misma, pero le resta Rafah, para lo cual debe pasar por encima de más de 1,5 millones de refugiados. Si el daño –número de víctimas y destrucción material– ha sido tremendo en las demás áreas de Gaza, aquí podría ser devastador, hasta la misma EEUU teme que el baño de sangre pueda ser ingente, debido a la encarnizada resistencia que les plantearían las fanáticas milicias de Hamás y, por descontado, por el efecto que provocaría el fuego cruzado entre la población. Egipto incluso se ha preparado para lo peor, en el que caso de que pueda llegar una avalancha de gentes desesperadas huyendo de la violencia. Pero a Israel no le preocupa su imagen, ni los derechos humanos, tiene entre ceja en ceja acabar con Yahya Sinwar, el líder de Hamás en la Franja y considerado el responsable de la matanza de octubre, que se oculta presuntamente en Rafah.
Además del líder de Hamás y de terminar con la milicia, Israel tiene como objetivo secundario, en su debe, rescatar a los cien rehenes que se encuentran en manos terroristas. El problema radica en que cumplir de manera satisfactoria dicha estrategia está siendo a costa de violar la legislación internacional y cometer un genocidio encubierto. Confundir justicia con ciega venganza y fortaleza con crueldad es un gran signo de inhumanidad. Por mucho que Hamás sea descrita como la más salvaje y despiadada organización terrorista del mundo, lo que está claro es que Israel no se ha quedado a la zaga. Sus políticas de tierra quemada en Gaza, de cerco y desprecio por las condiciones de vida de la población civil son, a todas luces, indignas. Cuando llegue el momento, aunque no consuele a las víctimas ni pueda repararse todo el daño infligido, los responsables de todo esto deberían ser juzgados, sin duda, por crímenes de lesa humanidad.
Doctor en Historia Contemporánea