Por mucho que nos lo quieran explicar y justificar de múltiples maneras, todavía es difícil comprender cómo es posible que la sociedad israelí, la mayoritariamente judía, sea capaz de considerar que la ayuda humanitaria que debería llegar de manera urgente a la Franja de Gaza es una amenaza a su seguridad. Esta muestra de fría inhumanidad debe contemplarse no al abrigo de los hechos, sino con una terrible configuración en la que la conciencia israelí se ha ido forjando, y endurecido, al cabo de tantos años de conflicto. No es algo que se descubra de forma novedosa. Muchos escritores, intelectuales e historiadores críticos con las políticas sionistas lo han advertido continuamente, pero no han sido escuchados. El riesgo de que los palestinos se conviertan en meros objetos cosificados ha acabado por cristalizar en esta barbarie sin nombre. Pero el problema era anterior, no ha nacido ahora. Los hechos que protagonizó Hamás, el 7 de octubre de 2023, fueron terribles. Asesinó a cerca de 1.200 personas a sangre fría y secuestró a cuatro centenares para salir impunes, o eso pensaban los criminales.
La atroz masacre fue respondida por una solidaridad internacional al unísono. Todo lo que Israel necesitaba debía sólo solicitarlo, la conmoción y la solidaridad con sus víctimas era universal. Sin embargo, lo que ha planteado Israel, desde aquel fatídico, es otra cosa muy diferente. No es justicia, sino pura y simple venganza. El extremo de su reacción implica el entender el conflicto palestino-israelí desde una mirada maniquea y falsa. Los palestinos son los responsables, y deben ser tratados como meros animales, como los definía un ministro hebreo. Pero hasta los animales deben ser respetados, ellos actúan por instinto, el ser humano no, debería ser más razonable y cabal. Ahora bien, Israel no ha pretendido desde el principio, como Estado de derecho, juzgar a los responsables de la masacre, su propósito era otro: acabar con Hamás… Pero el aniquilar a la organización terrorista ha traído consigo aplicar una estrategia que hasta la fecha Israel había acometido con furia desatada: ocupar Gaza. Pero es como si la matanza de Hamás, en vez de haber sacado a relucir un sentido común más elevado, hubiese desatado lo contrario, elevando las dosis de odio, rencor y obtusa cerrazón.
Esta vez no se ha planteado una mera incursión, sino una ofensiva letal de la que le ha importado poco o nada los efectos sobre la población gazatí. Consecuencia, 30.000 muertos. Esa es la cifra actual. Tres cuartas partes de los mismos civiles, mujeres y niños. Así que el Ejército israelí ha acabado con tres civiles por cada miliciano de Hamás. El precio es, a todas luces, desproporcionado y escalofriante. Eso nos lleva a otro tiempo y a otro lugar, Europa y la Segunda Guerra Mundial, en donde se dieron las más espantosas masacres de la Humanidad. Fue una guerra de dimensiones colosales donde, por primera vez, murieron más civiles que militares, provocados por una de las más infames ideologías: el nazismo. La situación en Gaza, en la actualidad, es muy semejante. La última masacre de civiles protagonizada por los israelíes, impulsada por la desesperación de los palestinos de querer apoderarse de un convoy de ayuda humanitaria escenifica la espeluznante situación de desesperación en la que se encuentran los hombres y mujeres encerrados en este gran gueto llamado Gaza. Hasta los EEUU se han visto obligados a lanzar la esencial ayuda desde el aire para no poner en riesgo a más personal humanitario… eso implica que nadie se atreve a entrar en la Franja por miedo, salvo los soldados israelíes, por supuesto, que están empeñados en su misión exterminadora. En suma, entre el fanatismo aciago de Hamás y la implacable persecución israelí se halla encajonada la población palestina a punto del colapso.
Israel se ha empeñado a entrar como un huracán en la Franja, además de destruir todas sus infraestructuras vitales más importantes dejando a la población sin lo más básico, agua corriente y luz, su bloqueo asfixiante para impedir la entrada de alimentos y de medicinas, bajo la coartada de no facilitar nada a Hamás, es y sigue siendo un crimen. Israel ha puesto en práctica la teoría del mal menor, pero dando lugar a un genocidio… lo cual es terrible.
Ahora bien, es difícil explicar como un Estado democrático es capaz de actuar de este modo y creer que está legitimado para ello. El Israel Democracy Institute, en una reciente encuesta, recogía datos muy significativos. El 67,5% de los entrevistados se oponía a permitir que se enviase ayuda humanitaria a la Franja. Como es natural, el 63% se postulaba también en contra de constituir un Estado palestino (por desmilitarizado que estuviera) y la desconfianza hacia el mismo crecía hasta el 73%, señalando que, de ocurrir, la violencia terrorista no se rebajaría. La falta de empatía, sensibilidad y asertividad de la sociedad israelí es tremenda. Todo ello viene bien explicado por las décadas de conflicto, por la insensibilidad que el terrorismo de Hamás ha provocado (1.000 asesinados entre 2000 y 2005, por ejemplo), pero sin darse cuenta de que la reacción israelí a tales atentados (5.000 palestinos muertos) ha sido la gasolina que ha mantenido las brasas candentes de este atenuado incendio hasta la fecha.
Lo que la sociedad israelí no parece ser consciente es que la forma en la que ha maltratado a los palestinos, su estatus de pueblo sin estado y de millones de exiliados, sin posibilidad de retorno, ha alimentado una injusticia histórica que Hamás y otras organizaciones radicales han sabido utilizar para seguir interpretando esta tonadilla trágica. Así, la intolerancia, el odio y el mutuo rechazo viene alimentado por la propia incapacidad de ambas sociedades de escucharse y respetarse, de aceptarse en ese mismo espacio compartido. Queda la pregunta de si alguna vez eso sucederá y si no es así cuál será el resultado. Hoy no lo veremos. Pero los mimbres de la paz y el encuentro deben comenzar aquí y ahora. Y, desde luego, la actitud de Israel es, en todos los sentidos, indigna de un pueblo que ha sufrido tanto.
Doctor en Historia Contemporánea