Quienes hemos visto las imágenes de quienes desembarcan en nuestras costas, o llegan a través del Río Grande a la frontera de Estados Unidos con México, o deambulan por las calles de Nueva York o Chicago en busca de trabajo y cobijo, tienen con frecuencia la impresión de que los países desarrollados son invadidos en manera creciente y con riesgos imprevisibles para su tejido social y sus economías.

Los políticos norteamericanos de ambos partidos aseguran que quieren “resolver la frontera” y poner fin a la entrada masiva de indocumentados, que en el año pasado sumaron cerca de 3.3 millones de personas, casi cuatro veces más que en la década anterior. Debido al caótico sistema –o más bien a la falta de sistema– norteamericano de permitir la libre circulación de personas indocumentadas, hay millones de inmigrantes que llevan años y hasta décadas en el país en situación ilegal, lo que no les ha impedido comprar casa, establecer negocios y enviar a sus hijos a la escuela o incluso darles estudios superiores.

La avalancha reciente comenzó con el mandato del actual presidente Joe Biden, en parte para seguir la política de “hacerlo todo al revés que Trump”, quien había limitado las entradas de indocumentados y llegó a un acuerdo con México para que los aspirantes a entrar en Estados Unidos esperasen en territorio mexicano la decisión de las autoridades migratorias.

Con la llegada de Biden a la Casa Blanca, la frontera quedó prácticamente abierta para la nueva avalancha de inmigrantes, a pesar de que muchos de los recién llegados son expulsados poco después.

Texas, el estado fronterizo por el que entra el mayor número de indocumentados, decidió que no cargaría con semejante avalancha y procedió a enviar a los recién llegados a estados que ofrecen “santuario”, es decir, ni persiguen ni expulsan a los indocumentados.

Es fácil de imaginar que aquí hay una división ideológica entre el estado fronterizo de Texas, de mayoría republicana y conservadora, y lugares progresistas como Nueva York o Chicago, a donde llegan aviones enteros con indocumentados, que provocan problemas a su llegada porque estas ciudades adquirieron hace tiempo el compromiso de atenderlos pero no tienen instalaciones suficientes.

Ahora, a los tres años de presidencia de Joe Biden, las estadísticas son menos negativas para el Partido Demócrata y su política, o falta de política, migratoria: la llegada masiva de tantas personas, en vez de tener un efecto negativo sobre la economía, la ha hecho crecer. Es porque el número de población activa –algo que crónicamente falta en EE.UU. y que va camino de pasar en otros países ricos industrializados–, ha crecido nada menos que en 1.7 millones desde que empezó su presidencia y se proyecta que aumente en 5 millones más dentro de diez años, algo comprensible al ver el gran número de niños que ha entrado y que alcanzará la edad laboral dentro de una década o menos.

Quizá estos nuevos trabajadores cobren sueldos bajos, pero probablemente estarán mejor que en sus países de origen y las empresas norteamericanas se beneficiarán de una mano de obra abundante y barata, aunque esto es motivo de intenso debate pues mucho creen que semejante situación rebaja los sueldos de los ciudadanos norteamericanos menos cualificados. Pero este argumento tiene un peso relativo debido a la escasez de mano de obra.

En realidad, los sueldos se ven más afectados por la inflación que por la competencia de la mano de obra barata, pues el costo de la vida no ha dejado de aumentar desde la pandemia. Hoy en día hay quejas de que muchas empresas mantienen los precios artificialmente altos, pero si es así, la libertad de mercado habría de ser suficiente para que vuelvan a bajar debido a la competencia de empresas nuevas o más agresivas.

En estos momentos, los economistas prevén una pequeña contracción salarial, del 1.7% en el índice general de coste del empleo y una rebaja de menos del 0.8% en el PNB per cápita en la próxima década.

Ambas quedarán enmascaradas por la inflación. Para el trabajador y la economía familiar, estos datos no son como para echar las campanas al vuelo, pero los economistas ya señalan la ventaja que comportan por su efecto antiinflacionario sobre la totalidad de la economía

Y aunque no lo señalaban, en las filas demócratas también hay mucho que celebrar: los inmigrantes y sus hijos acaban por convertirse en ciudadanos con derecho a voto y la tradición es que –al menos en las primeras generaciones–, estos nuevos norteamericanos den su voto al Partido Demócrata.