Las cifras de abusos sexuales en el Estado que se deducen de la encuesta en la que se basa el informe del Defensor del Pueblo entregado ayer al Congreso resultan escalofriantes. El informe, elaborado durante año y medio y que tiene como eje una encuesta aleatoria a 8.000 personas, tenía su inspiración en la necesidad de conocer el alcance de las denuncias, la dimensión previsible de los casos de abusos sexuales cometidos en el entorno de la Iglesia. Sus resultados apuntarían a que en torno a 445.000 personas habrían sufrido abusos en el ámbito de responsabilidad atribuible a la Iglesia católica, bien por parte de religiosos –hasta en 236.000 casos– o por parte de personas seglares asociadas al entorno religioso. La cifra mueve al escándalo y a reclamar que persevere y se incremente la implicación del estamento dirigente religioso, creciente en los últimos tiempos pero indolente y hasta obstructivo en no pocas ocasiones durante demasiado tiempo. Pero no basta la catarsis de señalar ese marco concreto porque la dimensión del abuso sexual es mucho más amplio y mucho más preocupante. El mismo informe concluye que serían 4,6 millones las personas sometidas a abusos sexuales en diversos ámbitos de la vida social; 1,3 millones de esas víctimas lo habrían sido en el ámbito familiar. La profundidad del reto social que supone asumir como acertados esos cálculos no admite paños calientes. Las situaciones de imposición por la fuerza de la voluntad de los abusadores son múltiples y la dimensión del problema se presenta mastodóntica. El resarcimiento público de las víctimas que propone el Defensor del Pueblo requiere un tratamiento muy cuidadoso por la naturaleza sensible del delito y el riesgo de incrementar, mediante la exposición pública, el dolor causado. Por otra parte, la reprobación colectiva de estas actitudes es imperiosa y los principios de convivencia y respeto a los derechos no admite discusión. La reparación material es oportuna como toda la práctica de responsabilidad subsidiaria en cualquier delito. Pero, por encima de ambos aspectos, la movilización de la sensibilidad social, la formación en valores y la protección de los más débiles se supone asentada en el principio de convivencia pero los datos dicen que sigue careciendo del suficiente rechazo y tolerancia cero a los abusadores.
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