Síndrome postvacacional se le llama en esta sociedad hipocondriaca en la que mora demasiada gente ensimismada en sus propios padecimientos en un contexto individual de bienestar general. Que están en su derecho de vivir asidos al drama, oigan, deglutiendo frenéticamente contenido digital sin ningún refrendo científico. Como parte también de esta misma sociedad que se cree informada cuando si acaso está enterada a base de titulares sin contraste, pescados en este océano de fakes y burda propaganda. 

Pero los apologistas de tal síndrome postvacacional tras haber disfrutado de un verano fetén, de viajes y ocio variado aun reparando en gastos, deberían contenerse para no proferir sus lamentos ante quienes carecen de guita y otros recursos para salir de casa. O, peor aún, ante quienes temen incluso perderla porque no tienen trabajo, o éste pende de un hilo, o resulta tan alienante o precario que padecen el síndrome permanente del jodido sonido diario del despertador. Vaya, que volver a un trabajo digno constituye una suerte, para empezar porque es precisamente el que da sentido a las vacaciones, el paro gozoso en vez de forzoso. 

El contrapunto a los quejicas de guardia lo encarnan los angustias que regresan al tajo encantados aunque con la misma ansiedad con la que arribaron al descanso estival. En abundantes casos al consagrarse a unas expectativas fuera de su alcance que convierten el preceptivo afán por el trabajo bien hecho en una obcecación presuntamente perfeccionista pero demencial que les estresa a ellos y a toda la organización debido a su incapacidad para cribar las tareas trascendentales primero e importantes después y priorizarlas a las secundarias despreciando las baldías. 

Para quienes abordan la cuesta de septiembre con naturalidad, conviene aferrarse al sabio aserto de que lo mejor es enemigo de lo bueno –sin tampoco caer en el conformismo–, pese a estos precios disparados de alimentos y carburantes más la pala cristiana de la vuelta al cole con sus extraescolares a doblón. Empatizando también con quienes se hallan inmersos en un terraplén tras un verano que ojalá no hubiera llegado por las desgracias que trajo en forma de dura enfermedad y/o muerte, permítanme esta lúgubre licencia.

Justo porque esta vida es un ratico, conviene entregarse hasta con fruición a los placeres cotidianos, por ejemplo un cocinado rico y una conversación deliciosa, a la búsqueda de las compañías mejores sobre todo para socializar las alegrías. Y siempre con la ilusión de paliar las carencias para alcanzar nuestra mejor versión y sentirnos a gusto aprendiendo. Hagamos virtud de la necesidad en este nuevo inicio de etapa hasta Nochevieja, con sus objetivos realistas a corto plazo, cada cual los suyos. Y mejor vaciar la cabeza de complejos estúpidos, de obsesiones insanas y sobremanera de temores infundados. Si las desgracias vienen solas, para qué invocarlas. ¿No?