Hago cola, aplastado por el sol, ante la oficina de Correos de un pequeño municipio mediterráneo para enviar mi voto. Ignoro cuánta gente habrá dentro del templo postal de la democracia, pero entre la puerta y yo hay todavía una veintena de personas. Y a mi espalda la fila dobla la esquina y creo que acabará donde el arroyo de sudor halle un remanso para embalsarse. Pese a todo, el ambiente es animado. El hombre que me precede afirma que piensa votar a Vox porque “con Franco esto no pasaba”. Acalora menos un silencio que una discusión, así que me abstengo de reformular su perogrullada. Sí, con Franco esto no pasaba porque no había democracia. Y si algún día Abascal gobierna no se podrá votar ni siquiera a Vox porque gracias a la democracia no habrá elecciones. Y olé.
Oigo borbotear a mi cerebro. Para evitar cualquier conversación con el Voxer, doy una discreta media vuelta sólo para encontrarme con unas enormes gafas de sol que harían retorcerse de envidia a Elton John en su gafoteca.
“No le haga caso, joven”, me dice la señora, “son unos ultramontanos sin educación”. Y prosigue, jurando por el marquesado de su padre, que ella votaría por Pedro Sánchez (“el más guapo y el más alto, la verdad”) o incluso por Yolanda Díaz, única mujer en tal campo de nabos (“pero una fresca bolchevique”, apostilla). Pero, concluye, va a votar a Feijóo. “Un soso, sí”, reconoce, pero le recuerda al guía espiritual del Opus que tuvo y que (sic) “hacía que me mojara hasta el cilicio”, corta y cierra su confesión.
Para que no decaiga, el hombre situado tras la señora se suma al sufragio callejero afirmando: “Pues yo voy a votar a Yolanda Díaz porque me pone”.
Se ha vuelto loco. No ya por el sentido de su voto sino por el calor, porque el punto final de su proclama es una sonora colleja propinada en su cogote por la certera mano de su pareja.
Y se lía la porra, claro. El de Vox saca la cartera y apuesta contra el divorcio y a favor de que el acollejado meterá en vereda a su hembra. El propio interesado me envía cien euros a favor de la reconciliación a través de la erotómana de Feijóo, quien adjunta otros cien de su parte apostando por una separación amistosa. Y yo mismo me dejo llevar y acabo apostando por el divorcio a cara de perro. Un policía, cuyo sudoroso tedio hemos aplacado levemente, se ofrece como depositario de nuestras apuestas y, de paso, nos ofrece un viaje gratis en el desfibrilador de su coche patrulla. Mis propias convicciones comienzan también a chorrear y estoy a pique de inventar una innovadora opción electoral: la abstención por correo
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