La proclamación ayer de Carlos III como nuevo rey de Gran Bretaña abre una nueva era plena de incertidumbre tanto para la Monarquía como para la propia sociedad británica del siglo XXI, en un momento especialmente delicado y convulso en el país. Si la institución monárquica se caracteriza especialmente por la garantía de continuidad y la solemnidad, las últimas jornadas han dado sobradas muestras de ello. En sus primeros mensajes, tanto en el discurso que dirigió a la nación el viernes como ayer durante su proclamación, Carlos III se ha cuidado mucho de subrayar de manera reiterada las referencias al legado personal e institucional y a “la memoria” de su madre, Isabel II, una reina especialmente querida, respetada y admirada dentro y fuera del Reino Unido. En este sentido, de sus palabras respecto al “ejemplo inspirador” que guiará sus pasos en el futuro, cabría interpretar que el reinado de Carlos III no solo garantiza la continuidad sino también el continuismo. Su etapa, sin embargo, no será fácil y las continuas referencias a Isabel II, muy presente e incluso excesivamente idealizada en el imaginario colectivo del pueblo británico, y las inevitables comparaciones con su gestión de la corona y de su posición en ella pueden hacérsele aún más complicado. Aún más en el momento delicado que vive el país, con una crisis que está golpeando duro a amplios sectores sociales, una inflación disparada, una nueva primera ministra que no lleva aún una semana en el cargo tras el desastroso mandato y los escándalos de Boris Johnson, con graves problemas no resueltos debido al Brexit y tensiones territoriales cada vez más fuertes en Irlanda del Norte y Escocia. A todo ello hay que unir –pese a las imágenes vistas estos días que indicarían un importante apoyo popular– una creciente desafección hacia la Monarquía y la familia real –y Carlos no ha sido ajeno a ello–, en especial entre la juventud británica, que se ha visto absolutamente ajena no solo al ostentoso boato de las ceremonias de estos días impuestos por una tradición rancia, sino a su significado y sentido en estos tiempos y –como en otros países– a la propia existencia de una institución que consideran caduca, extemporánea y no democrática. Carlos III tiene ante sí el reto de responder a una sociedad que demanda no ya reformas y renovación, sino una modernización integral, la máxima transparencia, control y cercanía de la corona.