Tienen razón los que afirman que los clásicos no pasan de moda, aunque las autoridades educativas se empeñen en llevarles la contraria. Repasen sino la obra de Shakespeare y verán que el personaje del actual primer ministro británico, Boris Johnson, ya existió en los primeros años del siglo XVII cuando el bardo inglés escribió una de sus obras más reconocidas: La tragedia de Hamlet, príncipe de Dinamarca.

Cuenta la obra que Claudio, hermano del rey de Dinamarca y tío del príncipe Hamlet, asesina al monarca vertiendo veneno en su oreja y después se casa con su cuñada y viuda del rey, Gertudris.

Claudio es un gran bebedor que disfruta proponiendo brindis en una ruidosa corte donde la traición está siempre presente. Nadie deja su copa sola. El monarca no carece de otras virtudes más redentoras. Es un pensador rápido y consigue convencer a los gobernados con argumentos simples pero que a menudo llegan al corazón de la gente. Expone sus ideas con claridad, aunque siempre esté dispuesto a sacarse un as de la manga cuando más le convenga. Finalmente, jura defender a su pueblo contra las invasiones de sus vecinos a los que considera muy peligrosos. En su caso, el peligro viene de la belicosa Noruega. Es curioso pensar que también en aquel tiempo había gente que vivía de suministrar grandes porciones de miedo a los demás.

La historia se repite. La carrera política y algunos de los desmanes cometidos por Johnson parecen una radiografía tragicómica de los actos del rey danés Claudio. Diría que es hasta posible que el primero haya leído la obra, y la esté interpretando a su manera, claro.

Lo que el soberano usurpador no tenía en aquellos tiempos era un consejero para asuntos éticos como lo tiene, mejor dicho, lo tenía hasta hace unos días Johnson. Y es que, Christopher Geidt, que así se llama el consejero, le ha presentado su dimisión, harto, según cuentan, de las pifias, ardides y engaños del primer ministro. Ética es, precisamente, un vocablo que no existe en el diccionario del ocupante del 10 de Downing Street.

Hasta la llegada de Johnson, el Reino Unido parecía un país más o menos serio, ahora muchos lo ponen en duda. No es tanto el Brexit, sino la forma en que Johnson está conduciendo al país tras haber llegado costosamente a acuerdos con la Unión Europea, que él mismo firmó. El premier quiere ahora eliminar los controles aduaneros en Irlanda del Norte. Para ello tiene que modificar unilateralmente el Protocolo que hizo posible los acuerdos del Brexit. Ya ha revelado que el cambio no es sustancial y que es cuestión de cambiar algunas cosas de escasa relevancia. Ya se sabe una coma por aquí y un punto por allá. La reacción de la Unión Europea, hastiada de sus incumplimientos, no se ha hecho esperar y le ha amenazado con sanciones.

Estos últimos días, cuando ya estaba todo en orden para transportar desde el Reino Unido a inmigrantes irregulares a Ruanda, independientemente de su país de origen, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha obligado al gobierno británico a paralizar los traslados. La iglesia anglicana y diversas organizaciones humanitarias se habían opuesto ya al traslado que tachaba de inmoral. Hay que decir que fue la pulcra Dinamarca la que ideó esta idea de trasladar a los inmigrantes a Ruanda; luego no la puso en práctica.

En el terreno internacional, Johnson ha sabido mover los dados. El conflicto de Ucrania ha sido una cortina de humo excelente para ocultar sus desatinos domésticos. Ha querido mostrar su fantasía de liderazgo, pero los ucranianos parecen más interesados en Scholz y Macron. Él se ha mostrado como un magnánimo receptor de las familias que huyen de la guerra al tiempo que brinda todo apoyo logístico militar y de armas al régimen de Zelenski. El líder ucraniano desconfía de los intereses del británico. Y no le falta razón.

Johnson sólo trata de afianzarse en su silla, consciente de que cada vez se mueve más. Recordemos que el 41% de sus compañeros de partido le negaron su apoyo hace tan solo unos días. Su liderazgo está en entredicho y se halla en una posición muy poco cómoda. Cree que una política dura contra la inmigracion y una actitud desafiante ante la Unión Europea puede hacerle ganar unos cuantos votos. Pero el desapego de muchos británicos que incluso votaron por el brexit va creciendo a medida que su primer ministro cambia las cartas.

Boris Johnson no sólo es un oportunista nato como lo pudo ser Disraeli, coetáneo de la reina Victoria: este al menos tenía una oratoria brillante. Johnson es un líder que, como Claudio en la obra de Shakespeare, ambiciona el poder por encima de todo. Su papel no le exige matar al rey o a la reina, pero es capaz de abrazar el Apocalipsis con tal de conseguir sus objetivos. Hasta ahora la fortuna le ha sonreído, pero la baraka también se les agota a los trileros. Shakespeare lo dejó escrito. l

* Periodista