egún datos de Radio Televisión Española, en el año 2021 murieron 4.404 migrantes que trataban de llegar a Europa en pateras. De ellos 1.109 lo hicieron en la ruta África-Islas Canarias. Otros recuentos dan cifras mayores y yo me he regido por la prudencia. Es el resultado de una especie de guerra que transcurre en silencio, con apenas atención mediática. Es una guerra en la que el mundo más pudiente defiende sus ventajas frente a los parias de la tierra que buscan apenas una oportunidad para sobrevivir. En esta guerra se utilizan muros, alambradas, campos de concentración, la represión militar y policial, la compra de gobernantes (Turquía y Marruecos, por ejemplo) para que usen la fuerza e impidan los embarques en pateras. Se utiliza la muerte, mediante la fórmula de dejar morir, como modo de atemorizar y disuadir a nuevos aspirantes.
Escribo este artículo desde la consciencia de que algunas voces pueden criticarme como demagogo, al hacerlo en plena invasión criminal de Ucrania. No es así. Sencillamente he querido aprovechar la sensibilidad de nuestra sociedad ante la tragedia de la guerra de Vladimir Putin para recordar que la guerra más injusta de cuantas hay en el mundo es el resultado del hambre y la miseria. Sus muertos en el mar son los más inocentes de los inocentes, los más pobres de los pobres. Como probablemente lo son los muertos de Bucha, más precisamente los asesinados por mandato de un sádico.
No, no quiero hacer comparaciones. Pero si hacer saber que Naciones Unidas cifraba el 6 de abril de este año 2022, en 1480 los muertos por la invasión de Ucrania. Una cifra enorme que agiganta aún más la cifra de los ahogados en el Mediterráneo. Es verdad que, en la guerra contra Ucrania, las tropas invasoras están arrasando ciudades, dejando a millones de personas a la intemperie. Sin hogar, sin nada. Pero semejante destrucción criminal ya ha sido echa en África mediante procedimientos que incluyen guerras de todas las intensidades y variantes que podamos imaginar. Hace muchas décadas que África está deshecha, más muerta que viva.
Hace unos días la voz del Papa Francisco ha recomendado la lectura del libro titulado Hermanito de Ibrahima Balde y Amets Arzallus. Es una obra que nos descubre que en medio de un basurero puede nacer la flor más bella. Un guineano y un vasco nos llevan de la mano por un viaje de la fraternidad, de gran intensidad poética que debiera ser el remedio de la crisis civilizatoria que estamos viviendo.
El periodista Ander Izaguirre ha escrito una sinopsis que te toca el alma. “Ibrahima, huérfano, aprendiz de mecánico y conductor de camiones en Guinea, aspiraba a sostener a su madre y sus hermanos por encima de la pobreza que los asfixiaba. Hasta que desapareció su hermano pequeño Alhassane, un chico de 14 años. Cuando Alhassane llamó desde Libia, Ibrahima salió a buscarlo. Allí supo que el pequeño había desaparecido en el naufragio de una patera”.
No puede ser que demos la espalda a una realidad que llora lágrimas de sangre. La supervivencia de la especie hoy está en manos desalmadas que no conocen la empatía. Recuperar al menos una parte de nuestra dignidad colectiva debería llevarnos a rebelarnos contra el genocidio que sucede en el Mediterráneo.
Si ahora yo pregunto por qué nuestras miradas y preocupaciones no fijan su atención en la tragedia de miles de migrantes, igual me salto lo políticamente correcto si escribo lo que me piden mi mente y mi conciencia: hablar de migrantes es hablar de pobres, de gentes de otras culturas y religiones, es hablar de otros que vienen de lejos, en muchos casos de negros, es hablar de quienes no son de los nuestros.
¿Nos hacemos a la idea de que, según UNICEF, 1.000 niños mueren al día por falta de agua potable, es que sale de nuestros grifos? Según también UNICEF, 24.000 personas, de ellas 18.000 menores de entre uno y cuatro años, mueren cada día de hambre. La misma agencia nos dice que un niño o niña muere de neumonía cada 39 segundos, y de paludismo uno cada 30 segundos. Son hechos reales que no interesan a la política ni a los políticos. Y cada vez menos a la sociedad en su conjunto.
Por todo esto que cuento puedo ser tachado de antipático. ¡A quién se le ocurre venir con estos asuntos, estando como estamos, metidos en una guerra! Pero ocurre que no podemos elegir, la vida en el planeta y en sociedad nos plantea conflictos y desafíos en los que van implícitos la vida o muerte de nuestra especie. Las guerras por territorios muchas veces se enquistan, es verdad. También son tragedias las guerras de conquista que conllevan todo lujo de violencia. Pero antes o después estas guerras pasan, o se instalan dormidas hasta un nuevo fatídico despertar. Pero la guerra del hambre, de la miseria, de la pobreza total, esa guerra no descansa, no ofrece tregua, se manifiesta a diario y con vocación de perpetuidad. Ya me gustaría, ya, que Ibrahima Balde hablara como invitado en el Congreso. ¡Cuánto aprenderían los diputados y diputadas!
Pero, lo dejo, no vaya a ser que me venga arriba. * Politólogo especialista en Relaciones Internacionales y Cooperación al Desarrollo