istas las imágenes y la devastación que la guerra en Ucrania está provocando, uno se pregunta si no habría sido más aconsejable permitir que los blindados rusos alcanzaran sus objetivos iniciales. Imponer su paz, lo que hubiera supuesto, eso seguro, el recorte de Ucrania -aunque sea ya un hecho-, y la imposición de una serie de compromisos a los que el Gobierno de Kiev -Zelenski o cualquier otro-, tendría que haberse doblegado. Entonces, Putin no podría haber esgrimido que en el Donbás se estaba produciendo un genocidio ni que el país estaba gobernado por neonazis borrachos, ni, por descontado, estaríamos metidos en este infierno. Especular sobre ello, a estas alturas, podría no tener sentido, si no fuera por entender un poco más las idiosincrasias humanas y el carácter tan letal y destructivo que está teniendo el conflicto.
¿Cualquier otra alternativa no habría sido más aconsejable que una intervención militar y todo lo que está suponiendo? Sí, seguro que sí. Porque a medida que las tropas ucranianas resisten la ofensiva rusa, más y más se está erosionando y arrasando el suelo que se pisa. Las víctimas civiles se cuentan por miles (igual que las militares), los refugiados por millones (tres concretamente ya); los inmuebles arrasados por el fuego de la aviación y la artillería son innumerables, la destrucción de infraestructuras incontables y el sufrimiento de la población que se ha quedado, ingente. En algunas urbes clave sitiadas, como Mariúpol o Chernigov, ya no se cuenta con agua corriente. La intervención rusa no es una operación quirúrgica, como se pensaba, es una contienda con todas las de la ley, aunque los rusos no sean conscientes de ello todavía. Convenientemente insensibilizadas y manipuladas sus conciencias, no ven nada malo en un conflicto contra sus propios hermanos. Les falta buena información y les sobran falsedades.
Aun así, uno contempla estupefacto la incapacidad de la mayoría de los rusos por entender o valorar las dimensiones de esta tragedia (y los pocos que lo han hecho han sido detenidos). Frente a estos padecimientos hay alguna buena noticia, como que las temibles unidades chechenas que envió su amigo Kadirov se están retirando. No solo han sido ineficaces para romper los frentes, sino que han sufrido muchas bajas. No eran tan fieras. Otras unidades rusas se están negando a combatir por hartazgo o cansancio, lo mismo da... si esta información es cierta, desvelaría ciertos síntomas de descomposición en la maquinaria bélica rusa, pero puede que no sea suficiente para detener las operaciones, puesto que hace falta que sean más los que se nieguen a combatir, no solo elementos aislados. Por ahora, las negociaciones de paz han sido infructuosas y los únicos alto el fuego han sido los pasillos humanitarios habilitados, y que los rusos se han preocupado poco o nada en mantener. Cada día que pasa se añaden más nombres a esa funesta lista de bajas militares y de civiles muertos, de daños en suelo ucraniano. Por eso, asombra su inquebrantable voluntad de resistir este envite como si no tuvieran otra alternativa, a pesar de la situación tan desesperada por la que están atravesando, saben que se halla en juego su propia supervivencia como país, negándose a aceptar la tutela de Moscú, como si vieran con cristalina certeza que es la única manera de no ver su futuro hipotecado por Moscú.
Ucrania está demostrando que no es el mismo país impotente que vio cómo se le arrebataba la península de Crimea, de forma tan repentina, en 2014. El mismo presidente Zelenski, cuya imagen es la opuesta a Putin (el primero actor de comedia, el segundo un duro y frío exagente del KGB), se ha demostrado un hombre firme y contundente, animando a la población y a sus tropas a defender su tierra de la injerencia extranjera. Y la mayoría de los ucranianos le ha secundado sin dudarlo. La acción de Rusia sobre Ucrania, y el hecho de que una parte muy importante de los ciudadanos rusos apoyen a Putin, aciertan a interpretar que no saben cuál es su lugar en la Historia actual, pues no contemplan su pasado como un marco de responsabilidades históricas del que aprender y sacar cosas en claro, sino que, al revés, se aferran a él como si fuera lo único que les diera algún sentido. Pero aquel vasto imperio erigido desde Polonia hasta Vladivostok, pasando por el Cáucaso, se sustentó sobre los crueles pilares de la fuerza y la brutalidad. Y repetir la misma fórmula es espeluznante. Putin ha demostrado querer ser un alumno aventajado de Stalin o de Pedro I, pero, en realidad, no deja de ser un hombrecillo acomplejado que peligrosamente ha querido emular a quienes trabajaron para elevar a una grandeza sin igual a Rusia y sus imperios, pero también a un coste inhumano altísimo y a un sufrimiento inimaginable, incomprensible e incompatibles con el siglo XXI. Por eso, para Ucrania resistir es vencer, es demostrar que un país no puede verse sometido por las ínfulas de otro, por fuerte que sea.
La voluntad de los ciudadanos ucranianos se está demostrando de hierro, cambiándose los papeles en esta historia: ahora los que actúan y se comportan como nazis invasores son los rusos, traicionando así el legado dejado por sus ancestros de la Gran Guerra Patria. Ahora mismo, es muy complicado saber con quién juega a favor el tiempo. Por una parte, Ucrania cuenta con la solidaridad y el compromiso de las principales potencias occidentales.
El mismo Zelenski ha lanzado una amplia campaña diplomática que le ha llevado a sentarse, aunque sea virtualmente, con los principales líderes y gobiernos del mundo libre. Pero eso no se traduce en toda la ayuda y suministros militares que necesita con urgencia en su situación desesperada. Por otro lado, Rusia cuenta con la aquiescencia o colaboración de China, India, Corea del Norte, Siria y otro puñado de países. Pero ve cómo la presión económica aumenta y esta afecta a la sociedad rusa. Quién cederá en este pulso y qué consecuencias va a tener es un misterio todavía. Pero evidentemente el panorama se desvela inquietante y sumamente descorazonador con demasiadas víctimas inocentes de por medio. * Doctor en Historia Contemporánea