xiste una injustificada fascinación en los medios de comunicación y la opinión pública acerca de los gurús de la imagen o creadores de líderes, en la creencia de que hay técnicas capaces de llevar a un ciudadano corriente a las más altas cotas del poder. Es un guion de película (El candidato, con Robert Redford, es la más famosa) que no se compadece con la realidad. Las cosas no funcionan así. Para empezar, ¿un líder nace o se hace? La respuesta es obvia, las dos cosas. ¿Y qué es un líder? Alguien tan carismático y convincente como para llevar consigo (y no tras de sí) a todo un país o encabezar a plenitud un proyecto económico o social. Dicho radicalmente: un líder es lo contrario de un tirano. No podemos calificar de líderes a militares o caciques, porque la base de su poder de arrastre no está en la convicción, sino en la fuerza y el miedo. El mundo reclama dirigentes que puedan conducirnos al ensanchamiento de la libertad y al camino de los grandes cambios.

¿Es posible crear un líder de la nada? No, pero en circunstancias críticas y en horas de inestabilidad es factible la construcción de líderes artificiales y transitorios. Donde aparezcan los mensajes salvíficos y el descaro verbal (que algunos confunden con valentía intelectual, como Cayetana Álvarez de Toledo o el ultraderechista galo Éric Zemmour), allí encontraremos una tentativa de formación de un liderazgo oportunista y vacuo. No, la solvencia de un líder no la determina su locuacidad, ni la ruptura del discurso. Este es el señuelo, su palabra redentora, como en el púlpito. Y así es como, en ese contexto de adulteración social, trabajan los gurús de la imagen pública, los asesores de estrategia política: con mucho mensaje simple y pocos hechos relevantes, con la negación de la complejidad de los problemas y la sonrisa como escaparate. Veamos algunos casos cercanos.

Detrás del éxito de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, está el periodista, asesor de comunicación y exportavoz del primer Gobierno Aznar, Miguel Ángel Rodríguez. Ayuso es su producto. Percibimos en su estrategia, antes y después de los comicios autonómicos, durante la peor parte del confinamiento y el periodo de relajamiento posterior, y hasta hoy, su método y su fino olfato para hacer de la presidenta una dirigente alternativa, favorecido por la indigencia intelectual de Isabel y su disposición, puesta de manifiesto en su personalidad modulable, a repetir los mensajes (casi literalmente) elaborados por el gabinete de Rodríguez y a intentar mimetizarse en Esperanza Aguirre. Ayuso confió su carrera a MAR de idéntica manera que el católico, ciego de fe, pone su conciencia y su conducta cotidiana al dictado de su director espiritual.

Ciertamente, la presidenta de Madrid posee una tendencia demagógica trumpista y un descaro personal, con baja tolerancia al ridículo, muy acusado, de modo que el chispeante encauzamiento público que le proporcionaba su asesor le vino de perlas. Ni en sus mejores sueños imaginó que llegaría a alcanzar, por este método populista, el apoyo popular del 4 de mayo y que rivalizaría con Pablo Casado por el liderazgo del Partido Popular; pero con la habilidad de su patrocinador supo aprovechar los regalos que el presidente Sánchez le hizo durante la gestión de la pandemia. El tándem Ayuso-Rodríguez captó dos factores determinantes para el éxito: el cansancio de la sociedad madrileña ante la severidad de las exigencias restrictivas del Gobierno central, a las que dio la vuelta como bandera de libertad; y hacer suyo el orgullo herido de los ciudadanos de la capital (la madridfobia generada en el confinamiento y atizada por los torpes ministros de Pedro Sánchez, como Salvador Illa). Libertad para respirar y orgullo castizo fueron los hallazgos de Rodríguez al servicio de Díaz Ayuso, a lo que había que añadir un formato sin complejos en los discursos, rayano en la frivolidad, y un lenguaje ramplón, típico de las redes sociales de trinchera. ¿Cuándo prescribe este tipo de comedia?

He ahí la construcción de un falso liderazgo, una historia de oportunismo que se ha acrecentado con la disputa de Ayuso con Casado. Saben en la dirección del PP que su problema es más Rodríguez que Ayuso y que no se entiende la una sin el otro. A medida que la mediocridad y la nula capacidad de Ayuso se manifieste en su gestión y en su problemático perfil de dirigente, su popularidad se irá apagando, salvo que le sigan haciendo regalos, como el mensaje del dumping fiscal y otros por el estilo para alimentar un rentable victimismo y justificar en los imaginarios peligros de la izquierda radicalizada su adhesión a la extrema derecha, concretada en el apoyo de Vox a los presupuestos de la Comunidad. Adviértase que el discurso desacomplejado del que hace jactancia Ayuso es exactamente el disfraz de sus muchos y notorios complejos, contra los que su gurú se esfuerza en enmascarar. Es lo que hace un prestidigitador.

Pedro Sánchez creció desde la resiliencia hasta alcanzar un liderazgo que le venía ancho y al que se adaptó tras superar las más difíciles pruebas en el seno del PSOE y su crisis de identidad. Y si tuvo arrestos para imponerse entre los suyos, su destino fue afortunado al obsequiarle el azar una moción de censura contra el presidente Rajoy, del todo imprevista. Sánchez empezó con el pecado original de un poder legal pero ilegítimo que no le habían otorgado las urnas. Ahí, en esa ilegitimidad, es cuando se siente tan frágil como para demandar un asesor para su imagen personal, eligiendo a quien previamente había contribuido al triunfo de un alcalde racista, García Albiol, en Badalona, y al éxito de un presidente de derechas en Extremadura, Monago, y que incluso se había ocupado del precario Basagoiti antes de que este huyera a México a rumiar su fracaso en Euskadi.

Iván Redondo es el más listo y osado de los asesores de imagen pública que ha habido en el Estado español. Ansón le hizo a Franco, con Fraga de inspirador, la oprobiosa campaña de 25 años de paz, en 1964. Y así como el franquismo tuvo en TVE y RNE dos poderosos aliados para su delirante propaganda, el donostiarra Redondo lo tuvo fácil con Sánchez frente a un PP noqueado por los asuntos de corrupción. ¿Qué hizo Redondo para consolidar a Sánchez, líder sobrevenido, ante la opinión social? Determinar los elementos de su perfil: atribuirle solvencia para la renovación democrática frente a la miseria de una derecha emponzoñada y dotarle de capacidad gestora con que responder a los grandes retos internos y globales. Lo invistió como líder homologable en Europa, contando con que Sánchez era el primer presidente español que hablaba inglés y revistiéndole de virtudes de líder dialogante, abierto y resuelto, suave con la gente, pero fuerte contra las dificultades, pues venía de un largo periodo de sufrimiento, como la mayoría de las personas.

Un asesor de imagen solo tiene que pasar a limpio la composición de la opinión pública en cada momento y ordenar de mayor a menor las emociones dominantes. Y en función de ello, señalar los mensajes adecuados, tranquilizadores y convincentes, más de ánimo que de consuelo. El gurú de Sánchez no contó con que su patrocinado poseía una personalidad insegura y que fue adquiriendo celos de su imagen prefabricada sin méritos propios. Le había otorgado demasiado poder y Redondo, vanidoso como todos los constructores de opinión, dejó que se hablara mucho de él, cuando tendría que haber permanecido invisible.

En esto el azar, tan propicio hasta entonces para Sánchez, cambió de registro con la hecatombe de la pandemia. Los planes de Redondo se vinieron abajo, porque mudaron las prioridades de la sociedad y los sentimientos de miedo e inseguridad se apoderaron del mundo y hacía necesario el regreso a la comunicación pública ordenada, la que hace las cosas bien sin trampas ni milagros, de pico y pala. Los políticos responsables vuelven su mirada al modelo de Angela Merkel, fuerte en gestión y discreta en el brillo de los fuegos artificiales. * Consultor de comunicación