umplido el 75 aniversario de la fundación de las Naciones Unidas y la Unesco, ambas hacían recientemente un “llamamiento urgente a los pueblos de la tierra”, apelando a su responsabilidad, para impulsar un nuevo orden mundial que incorpore los Objetivos de Desarrollo Sostenible contenidos en la Agenda 2030. Este marco de acción debiera conllevar cambios drásticos en la gobernanza y en los hábitos de la población mundial.
En esta línea, y enmarcado en la consecución de la Agenda 2030, la Unión Europea ha definido su Pacto Verde donde destaca el paquete legislativo estrella: Preparados para el 55 o Fit for 55. Un conjunto de leyes dirigidas a actualizar la normativa europea para facilitar un recorte de emisiones del 55% para el año 2030 y alcanzar la neutralidad climática para el año 2050. Una intervención calificada de cirugía social por fuentes comunitarias o más que una transición una destrucción creativa de capital que no nos podemos permitir mantener en funcionamiento. Dentro de la apuesta prioritaria europea por la revolución ecológica, las 12 propuestas legislativas de dicho paquete van a conllevar cambios en nuestro estilo de consumo y desplazamiento, con medidas como la prohibición de coches de combustión para el año 2035, los nuevos tipos de vehículos, el aumento del precio de los billetes de avión o en el caso de la alimentación, la reducción en el consumo de carne roja. Acciones que habrá que acompañar con fuertes medidas pedagógicas y comunicativas, por un lado, a fin de que la ciudadanía asimile dichos cambios y compensatorias, por otro, para garantizar que la revolución ecológica sea realmente justa.
Clausurada la Conferencia sobre Cambio Climático de Glasgow (COP26) una vez más, el cambio climático ha sido calificado como el mayor problema al que se enfrenta la humanidad -el 93% de la ciudadanía europea así lo cree según el último Eurobarómetro-. Por su parte, un resumen del informe Análisis de Riesgos Climáticos llevado a cabo por el departamento de Defensa de EEUU, refleja el aumento del nivel de amenaza del cambio climático y alteración del contexto geoestratégico, generando una previsible alteración social y desequilibrio político global. El mismo informe valora las medidas de mitigación llevadas a cabo hasta la fecha por los diferentes gobiernos mundiales como insuficientes -estamos en porcentajes de emisión GEI prepandemia con lo que superaríamos los 2oC-. Y razón no le falta a la luz del Informe sobre la Brecha de Producción 2021, que de forma conjunta han presentado el programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) y otros cuatro centros de referencia. Dicho informe subraya la peligrosa desincronización entre los niveles previstos de producción respecto a los objetivos que marca el Acuerdo de París para abordar la crisis climática. Así, las previsiones de producción implican un 240% más de carbón, un 57% más de petróleo y un 71% más de gas de lo que sería conforme con el objetivo del 1,5 oC adoptado en París. Además, “los países del G20 han destinado más fondos adicionales a los combustibles fósiles que a la energía limpia desde el inicio de la pandemia”. Adicionalmente, la Agencia Internacional de la Energía en sus informes anuales lleva tiempo alertando de la caída de la producción del petróleo y según otros expertos, el carbón y el uranio siguen el mismo proceso de declive -que pone en entredicho el resurgir del debate nuclear-. Hace más de cuarenta años que se viene investigando en la mejora de los rendimientos de la energía eólica y la solar, donde los rendimientos de la investigación son ya decrecientes y no se esperan grandes avances. El caso de la mareomotriz, tiene una escalabilidad muy limitada y en cuanto a la gran apuesta por el hidrógeno verde sus detractores argumentan que no cuestiona la matriz industrial y productiva al estar dirigido a mantener el nivel de consumo energético actual. Dinamarca, por su parte, acumula cincuenta años de experiencia en eólica marina y cuenta con parques marinos de más de 20 años. Esto les ha permitido desarrollar una amplia curva de aprendizaje que muestra que los incrementos de rendimiento serán mínimos para las necesidades que plantea una auténtica transición al ritmo de consumo actual. Todo ello, sin mencionar el obligatorio aumento en la extracción de cobre, cobalto, zinc o níquel en aras a la transición energética. Si la premisa de partida es no modificar el sistema productivo y económico, la demanda mundial energética no podrá ser cubierta con la promesa de las renovables. Los datos y los recursos, son los que son.
Por su parte, una reciente macroencuesta llevada a cabo por la universidad de Cambridge junto a la plataforma YouGov, concluye que, si bien la mayoría de los ciudadanos europeos demanda acciones urgentes para combatir la crisis climática, no están dispuestos a modificar sus hábitos de consumo de carne roja o no apoyan la prohibición de venta de vehículos de combustión o los impuestos al transporte aéreo, a la gasolina o al diésel -sin alternativas viables, lógicamente-, entre otras medidas.
Los datos provenientes tanto de gobiernos como de la ciudadanía no resultan muy halagüeños. Hace falta bastante más compromiso y acción por parte de los líderes mundiales para lograr que la temperatura global se mantenga por debajo de 1,5 grados y al mismo tiempo compensar debidamente a los damnificados. Hace falta gobiernos estatales y locales de alta capacidad y vanguardias políticas bien informadas que, además de reconocer la magnitud del problema, tengan la autoridad y potencia de abordar las reformas estructurales precisas haciendo llegar las ayudas a los más vulnerados y a las pymes. Algo a lo que habría que añadir el compromiso ciudadano, en marcos de transición socialmente equitativos. Los límites de nuestra inteligencia colectiva y los límites de los recursos naturales definen una realidad a la que habrá que hacer frente.