ace unas semanas, en el fallo de la edición anual del premio Planeta, se supo que el ganador eran en realidad tres autores que se habían presentado al certamen bajo el pseudónimo de una mujer, Carmen Mola, y que con ese mismo nombre ya habían publicado antes otras novelas. Se supo que durante varios años los tres guionistas habían guardado el secreto, habían creado una falsa biografía de la supuesta escritora, y que ahora habían decidido destapar el asunto por considerar que ya no tenía sentido continuar con él.
Los días siguientes a la publicación de la noticia se abrió un debate en las redes sociales acerca de la misma. Hubo artículos, columnas y otra clase de textos periodísticos en los que sus firmantes opinaban sobre ese fenómeno paraliterario. En algunos de ellos, se comparaba éste con el de Elena Ferrante y con otros anteriores que habían acabado siendo desvelados por los propios implicados o por terceros.
Más allá del ruido mediático, del tipo de operación de marketing que haya detrás del caso Carmen Mola, lo cierto es que supone un nuevo ejemplo de algo que viene sucediendo en los últimos años en el mundo literario. Me refiero al hecho aberrante de que ya no se busque la originalidad en la obra, en el libro en cuestión, sino en aspectos al margen de éste. Lo que ocurre ahora es que, a falta de ingenio, innovación y calidad en el ámbito de la narrativa, en el universo de la ficción, se opta por promocionar, destacar, premiar o ponderar lo que queda al otro lado, lo que hay antes o después, todo aquello que no tiene nada que ver con él. Se da valor, se concede mérito literario a la circunstancia de que el autor sea secreto, o de que sean varios en uno, o de que pertenezca a algún colectivo marginado, menospreciado o preterido a lo largo del tiempo. Otras veces, en esa misma línea desvirtuada, se premia el hecho de que el autor o la autora tengan a sus espaldas una biografía difícil, un origen desgraciado, una trayectoria vital marcada por la adversidad.
Sí, hay un gran malentendido, la aplicación bastarda del concepto de originalidad a un espacio no creativo, sujeto a premisas de otra naturaleza, como ocurre con quienes ponen a sus hijos nombres estrambóticos y esperan que sus amigos o vecinos les aplaudan por ello. Es algo que ya ha sucedido en muchas ocasiones y, sin embargo, en el caso del Planeta 2021 el fenómeno se ha estirado hasta tal punto, se ha llevado a tal extremo, que los propios protagonistas han quedado en evidencia. Y es que cualquiera que escriba, que conozca un poco los entresijos del oficio, sabe que no puede lograrse nada valioso, ni siquiera decente, a seis manos. A seis manos pueden hacerse otras cosas, quizá tocar una pieza musical con tres instrumentos, escenificar un espectáculo cómico o cocinar una paella gigante para un pueblo en fiestas, pero no escribir un libro que merezca la pena ser leído.
Para escribir un libro de interés son necesarios otros materiales, se requiere algo diferente. Se trata de una labor solitaria que no soporta el ruido, ni las distracciones, ni un exceso de contacto social. Es una tarea que hunde sus raíces en el pozo de obsesiones, inquietudes, impulsos y pasiones que arrastra consigo el escritor. Es un trabajo que no se puede compartir de manera prematura, ni pegar como un collage al realizado por otro, ni montar por piezas de distinto fabricante como un mueble de Ikea. Es una tortura mental que la mayoría no llega a comprender, ni a valorar, que no puede transmitirse ni contagiarse como un virus moderno.
Pero el asunto no termina ahí. Lo paradójico es que incluso esa otra peculiaridad, esa otra originalidad, ese dolor mencionado más arriba consistente en ser o haber sido víctima de ostracismos, marginaciones, vejaciones, abusos o humillaciones por parte del prójimo no garantiza nada en el ámbito artístico, en el espectro literario. Todos esos datos y circunstancias, particularidades o tragedias, pueden abrir al autor las puertas de una editorial, de un periódico, de un congreso temático o de una revista semanal, pueden despertar enseguida la simpatía o el favor de la gente, pero no llevan inherente ninguna virtud o atributo. Porque para eso, para conseguir un producto valioso en los confines del arte, hace falta saber reducir y transformar lo biográfico, lo identitario, lo personal, en un resultado estético, en una esencia emocionante. Hace falta una criba previa que deje pasar únicamente aquellos episodios, recuerdos y experiencias con potencial lírico, susceptibles de convertirse, una vez modelados a través de un relato real o imaginario, en un artefacto conmovedor.
Es difícil intuir lo que nos depara el futuro. Me refiero a este circo pseudoliterario que es el premio Planeta y a otros tinglados similares. Quizá el año que viene se entregue el trofeo a la obra elaborada por una inteligencia artificial, por un robot espabilado o por un sistema operativo. Es posible que se premie al autor por tener seis dedos en la mano derecha o por haber pasado su infancia en Mozambique. A lo mejor alguien se presenta al certamen con la desfachatez de aquel personaje secundario de Stardust Memories quien, en una escena de la película, se acerca a Woody Allen alegando como un mérito singular el haber nacido por cesárea. No, no sabemos lo que vendrá, pero, sea lo que sea, seguro que nos quedaremos tan perplejos como él. * Escritor