onfieso que soy un entusiasta lector de los artículos que habitualmente publica Juan Ignacio Pérez Iglesias tanto en medios de comunicación convencionales como en las bitácoras ubicadas en las redes sociales. Iñako es un científico divulgador al que se le da muy bien explicar lo que para incultivados como yo son misterios de la investigación y del estudio. Una vez le comparé con Carl Sagan y el exrector de la UPV/EHU debió ruborizarse, aunque tal cosa no case muy bien con su perfil de persona curtida en la exposición pública.
Lo último que he leído del catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la Universidad del País Vasco es una serie de cuatro artículos que tomando como punto de partida el libro final del Nuevo Testamento, el Apocalipsis del evangelista Juan, aborda diversas amenazas que se ciernen sobre la humanidad -“catástrofes existenciales”- y que ponen sobre el tablero su posible extinción.
La tetralogía publicada por Iñako Pérez en el cuaderno de cultura científica y que recomiendo vivamente (El séptimo sello, El primer ángel, El segundo ángel y El tercer ángel), analiza, siguiendo el esquema del mencionado “libro de las revelaciones” de San Juan, las principales amenazas que pueden observarse en relación a nuestro planeta. Comienza con la superpoblación, el consumo acelerado de los recursos naturales y energéticos, sus efectos colaterales como el calentamiento de nuestro mundo o la destrucción de hábitats. Continúa con la posibilidad de que se prodiguen eventos catastróficos como las actividades sísmicas y volcánicas, y finaliza con la hipótesis de que un meteorito, un cometa o un asteroide impacten con la tierra.
Cualquiera de las hipótesis observadas acojona y nos planta ante un panorama desolador de destrucción y cataclismos. Pero Pérez Iglesias, alejándose de los pronósticos más pesimistas que acostumbramos a escuchar, llega a una conclusión tal vez sorprendente: “El daño puede ser inconmensurable, pero la humanidad, muy probablemente, perduraría”.
Contrasta la conclusión a la que llega un divulgador científico, que se supone sabe de lo que habla, frente a las permanentes advertencias de telepredicadores de la actualidad que repiten como un salmo la proximidad de un Armagedón devastador para nuestra existencia.
Pese a ello, a que se crea que el final de nuestra especie no esté aún cerca, tal sentencia no me reconforta. Al contrario. Yo me he sentido más inquieto. ¿Por qué? Pues muy sencillo, porque si en cualquiera de las catástrofes presentadas, una parte de la humanidad, por minúscula que esta fuera, resistiera, en ella encontraríamos, seguramente, a una porción de supervivientes de la hecatombe que representaría a los individuos más atontados de nuestra especie. Atontaos de muchas calañas y características. Negacionistas de todo o casi todo; populistas dogmáticos, demagogos ilustrados, jipis adoradores del mambo, quejicas compulsivos, conspiranoicos que aguardan el retorno de Kennedy o influencers de la nadería y el Sálvame Deluxe.
También se ha dicho que los neandertales se extinguieron. Yo cuestiono tal cosa. Hoy es el día que acostumbro a identificar a algún neandertal (escasamente evolucionado) por nuestras calles y pueblos.
Volviendo a los atontaos, teniendo en cuenta que tales personajes han hecho de la estupidez un rasgo de excelencia en el género humano no es difícil pensar que pasado el tiempo y por pura selección natural, tal colectividad de albardaos podría terminar por convertirse en predominante.
Entonces, y solo entonces, cuando la estulticia dominara nuestro mundo, el riesgo de extinción sería real. El planeta tierra sucumbiría a la maldición de la clase dominante; los bobos esféricos, también llamados cuñados perfectos.
De esa maldición solo nos puede librar el fortalecimiento de nuestro espíritu crítico, la asunción de las evidencias científicas, el contraste de las informaciones y sus fuentes y la asunción de riesgos en la toma de decisiones estratégicas. Huir de las respuestas fáciles para involucrarse en una gobernanza responsable en la búsqueda de soluciones posibles frente al populismo del todo o la nada.
Nadie -casi nadie- duda ya de que asistimos a una evolución climática en la que la mano del ser humano es la principal causa del proceso de emergencia provocado. La superpoblación mundial, la carrera por el desarrollo, la sobreexplotación de los recursos naturales, han generado efectos nocivos que amenazan la estabilidad de un clima cuya evidencia más significativa es, según los expertos, el calentamiento global.
Los intentos sucesivos de la comunidad internacional por mitigar los efectos perversos que conducen al planeta a un colapso han sido vanos e insuficientes. Y, aunque resulte triste reconocerlo, nadie en este mundo desea renunciar al progreso de su sociedad y al bienestar de su ciudadanía. Los países ricos, que hasta ahora han sido los mayores contaminadores, exigen ahora a los gobiernos en vías de desarrollo (convertidos hoy en máximos emisores de gases de efecto invernadero) a que pongan freno a sus vertidos, o lo que es lo mismo, limiten su crecimiento económico. Pero los dirigentes de estos países, no sin razón, no aceptan que su ciudadanía deba renunciar al progreso. Aunque en ello nos vaya la salud global.
La cumbre mundial que se desarrolla en Glasgow auspiciada por las Naciones Unidas (COP26) pretende alcanzar nuevos acuerdos internacionales para limitar la emisión de gases de efecto invernadero. En el año 2015 el denominado Acuerdo de París obligaba a todos los países a acometer importantes recortes en sus emisiones de gases. La suma de esas reducciones debería ser suficiente para que se cumpliera el principal objetivo de que la temperatura media del planeta no superara a finales de siglo en dos grados los niveles preindustriales y que en la medida de lo posible no rebasase los 1,5 grados Celsius, límite establecido por los expertos para evitar los efectos más catastróficos de una emergencia climática no reversible.
Sin embargo, lo acordado en París y que suponía para muchos de los firmantes reducir las emisiones en un 50% ha quedado en agua de borrajas y la temperatura media de la Tierra está ya en un calentamiento de 1,1o Celsius, siendo las nuevas estimaciones científicas, a tenor del ritmo de contaminación actual, de 2,7 grados. Este incremento nos llevará, según el último informe del IPCC -panel de expertos de las Naciones Unidas- a un aumento de la intensidad y la frecuencia de los fenómenos meteorológicos extremos, incidiendo en daños que serán “irreversibles” durante “siglos o milenios”.
Por todo este cúmulo de fracasos, la cumbre de Glasgow supone una oportunidad para encauzar el grave problema climático. No cabe esperarse milagros de su desarrollo pero sí pasos adelante que aún pareciendo escasos, supongan un avance. Como la voluntad de reforestación o el establecimiento de compromisos para emisiones netas cero para mediados de siglo, una estrategia en la que centra sus trabajos nuestro Gobierno vasco.
Confío en la sensatez y en la responsabilidad de quienes tienen en sus manos la posibilidad atajar el daño que la vocación humana de prosperidad está haciendo al planeta. Estoy seguro que no habrá soluciones mágicas ni acciones efectivas drásticas. Se impondrá una transición. Transición energética. No soñemos con fuentes renovables -con el hidrógeno verde- de la noche a la mañana. Necesitaremos primero combustibles sintéticos, posicionamientos híbridos, infraestructuras de acumulación eléctrica... Transición que no vuelco. Porque otra cosa es imposible. Tendremos que diseñar nuevas formas de movilidad, nuevos modos de consumo de proximidad, de reutilización de los recursos, de ocupación del suelo. No va a ser fácil. Será costoso e implicará cambios en nuestro modo de vida. Pero el esfuerzo merece la pena.
El catastrofismo, el rompe y rasga o el vuelco de modelo se lo dejo a otros. Unos, como aquel premio Nobel, exmandatario americano, que evangelizaba con el cambio climático mientras surcaba el planeta a bordo de su jet privado emitiendo toneladas de CO2 por doquier. Otros, la vanguardia contra el desarrollismo capitalista. Los que reniegan de todo. Del petróleo, del gas, de lo fotovoltaico, de lo nuclear o lo eólico. Los que, de ser consecuentes, deberían vivir como en la alta Edad media. Sin luz, agua corriente ni telefonía. Pero no. Son activistas de pro, con tablet, iPhone, wifi, Bluetooth y Twitter. Con ellos, la extinción está más cerca. * Miembro del EBB de EAJ-PNV