a verdad robada y el dolor no resuelto no prescriben jamás y se quedan para siempre en nuestra vida como pesados lastres y cuentas pendientes. Casi todos los dramas sociales y políticos aplazados se encuentran entre esas dos frustraciones, la verdad perdida y el dolor inconcluso. Hay una memoria colectiva y un sufrimiento compartido que aguardan, con poca esperanza ciertamente, a ser reparadas. Para escamotear la justicia, los poderes reales inventaron la prescripción y los secretos oficiales como triquiñuelas jurídicas libres de escrutinio con las que poder escapar de sus responsabilidades en el olvido, concebido como una trampa de impunidad.
La lista de lo imprescriptible es larga. Me pilla más cerca el drama de los niños violentados sexualmente por adultos en el seno de las familias y por clérigos de la Iglesia católica y educadores, hechos que se produjeron durante décadas y que ahora apenas están saliendo a la luz del conocimiento público. ¿Cómo se pueden dar por prescritos tan siniestras agresiones, cuyas consecuencias persiguen de por vida a sus damnificados? Algunos países, como Estados Unidos, Francia, Alemania, Irlanda y Australia, han hecho importantes investigaciones y destapado una pequeña parte de esta descomunal tragedia. ¿Y el Estado español y Euskadi, qué han hecho por una verdad reparadora para la infancia ultrajada? Apenas nada. Todo son obstáculos y negaciones, amparados en la dificultad de la información, la ausencia de archivos, el fallecimiento de los culpables y el paso del tiempo. ¡Ay, el tiempo! Este es el pretexto de los canallas para evadirse de sus crímenes.
Las leyes nuevas no resuelven los delitos del pasado. La reciente Ley de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia (llamada Ley Rhodes por el impulso dado por el pianista británico afincado en España, víctima de violación siendo niño) es un excelente instrumento de futuro, pero radicalmente inútil para compensar a los niños forzados en las décadas de los 50, 60 y siguientes. En este período vivimos los que reclamamos no el perdón tardío y vergonzante del Papa, los obispos y las congregaciones religiosas, sino la maldita verdad. No queremos disculpas, indemnizaciones ni notoriedad. ¿Por qué en Alemania los genocidas nazis pueden ser juzgados hoy, aun viniendo sus delitos de los años 40, y en este país no es posible encausar a quienes machacaron a los críos? Que la pederastia no prescriba jamás y se escriba y difunda su negra historia, con nombres, apellidos, fechas, lugares y fechorías de los que se cebaron sin piedad en los más frágiles.
Un país decente no pierde la memoria a no ser que previamente extravíe su propio respeto. Algo de esto le ocurre a España, cuyo rumbo está condicionado por la prescripción las responsabilidades objetivas de la dictadura y sin que se haya abierto un proceso total al franquismo, sus líderes y acólitos. Alemania lo hizo con el nazismo y basta pasar por Berlín y otras ciudades de su Estado Federal para constatar que ha sabido reconocer las culpas de sus padres y abuelos, lo que se refleja en el currículo obligatorio para niños y jóvenes y en los imponentes museos, monumentos y hasta en placas doradas en el suelo de sus calles que rememoran la barbarie nacionalsocialista. Y, así, Alemania es un país honorable tras exorcizar sus demonios y locuras. Es verdad que, con cierta timidez y tardanza, el presidente Zapatero lo intentó con la Ley de Memoria Histórica, que Rajoy se encargó de ningunear. Y que ahora Sánchez anda con un proyecto de Ley de Memoria Democrática de la que veremos su ambición y recorrido en una sociedad que confunde hacer justicia con abrir heridas. ¿Qué heridas, si no se cerraron nunca y miles de personas fusiladas yacen como basura en las cunetas? Algo de eso trata de reparar Pedro Almodóvar en su última y dignísima película Madres paralelas. Es verdad que como el cineasta manchego hay muchos españoles, más de los que se atreven a levantar la voz sin complejo, que claman por situar a la dictadura en su lugar ignominioso mediante su condena absoluta y a los represaliados en un honroso espacio de descanso y justicia, después de que Felipe González les traicionara mucho antes de convertirse en un rico ocioso y deplorable, holgazaneando de yate en yate y de mansión en mansión. También con retraso, el Gobierno Vasco ha desplegado su proyecto de Memoria Histórica y Democrática de Euskadi que sacará adelante con suficiente mayoría parlamentaria. Sus dificultades no están solo en el PP y Vox -autoinvestidos en gestores de las bondades de la tiranía-, sino en el Tribunal Constitucional y otras instancias judiciales más que dispuestos a dar por prescritos aquellas injusticias y el liberticidio general de cuatro décadas.
¿Por qué en Euskadi hay tentación de olvidar el período terrorista? Porque no hemos salido del choque entre dos relatos y del bucle resultante de aquellos sectores que, por un lado, asumen la legitimidad de las acciones de ETA, primero contra el franquismo y después contra un Estado malnacido del detritus de la dictadura; y, por otro, de quienes aspiran a dejar sin memoria el terrorismo de Estado, la barbarie policial y los incontables abusos cometidos en nombre de sus instituciones. ¡Estamos hartos de la guerra de relatos y del colapso que supone para la decencia moral de nuestro país! De esta mezquina batalla mediática e ideológica, al margen de toda honestidad, ha surgido oscuramente el Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo de Vitoria-Gasteiz, ocupado por sesgados historiadores en nómina en lugar de pedagogos de la verdad plena y sin recortes. No, la memoria del terrorismo (de los terrorismos) no puede expirar. La tentación de darlos por prescritos proseguirá mientras, unos y otros, se crean ganadores ideológicos y valedores de sus sangrientas batallitas. Las recientes palabras del coordinador general de EH Bildu, Arnaldo Otegi, manifestando su “pesar y dolor por el sufrimiento padecido” por las víctimas y que “nunca debió haberse producido”, son el juego retórico de una insuficiente disculpa, con la evidencia de un nulo rechazo a la violencia etarra. Estos son los impedimentos para que el terrorismo quede deslegitimado y la paz y reconciliación lleguen a todos, sin apelar a la prescripción, a la que aspiran, por opuestos motivos, la izquierda abertzale y sectores del Estado inquietos por una abyecta historia de delitos.
El infortunio democrático del Estado español es que, en 1975 y posteriores, pudiendo haber repudiado la dictadura sin protegerla de sus fechorías con el olvido, elaboró una Constitución que, junto con sus bondades teóricas, filtró un descomunal disparate consagrando la inviolabilidad del rey, lo que, en la interpretación actual del Tribunal Supremo y la Hacienda central, dejaría sin castigo sus multimillonarios actos económicos y fiscales, incluyendo blanqueo de capitales y cohecho, mediante los que se habría enriquecido durante casi cuarenta años y aún después. “La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”, señala el artículo 56.3. He aquí lo que no debe prescribir nunca, un reinado delictivo y las andanzas medievales de un señor que se creyó por encima de la ley y de la igualdad con la ciudadanía, quizás en el recuerdo de quien heredó su poder intocable. Si la criminalidad borbónica prescribiera por razón de privilegio constitucional y nadie en la clase política, el parlamento o la sociedad civil demandase la supresión retroactiva de la inviolabilidad real, y así pasaran los años hasta la desaparición de Juan Carlos I, España se condenaría a la ignominia de una democracia tan podrida como irremediable. Para que el pasado prescriba y se aloje con dignidad en la memoria colectiva es necesario que se someta a un estricto examen democrático y moral y todos podamos sentirnos, como víctimas, justamente compensados. Hay mucho sufrimiento pendiente y demasiados culpables libres promoviendo la amnesia. * Consultor de comunicación