adie como Yanis Varoufakis, siguiendo la estela de Dennett cuando pone de manifiesto que condicionar de cualquier manera nuestro destino determinándolo supone abolir el control, describe la aspiración del sistema actual por un dominio absoluto, por tenerlo todo bajo su control, nombrando la acción ejercida por el mismo como clara manifestación de “tecnofeudalismo distópico” basado en el déficit de democracia, cuando no -en la afirmación de exministro griego -, de su total ausencia. Control, es uno de esos conceptos ambiguos que lo mismo sirven para una cosa que justamente para todo lo contrario. Dominio del control es muchas veces más autodeterminación, reconocimiento del peso que tiene en nuestra conducta la propia voluntad, que la inapelable e inevitable determinación. Aunque también puede ser un híbrido de ambos. A esto último, Dennett lo denomina como “compatibilismo” o “determinismo blando”. Al respecto, el filósofo norteamericano recoge como “los diccionarios definen el término controlar acumulando sinónimos: gobernar, dirigir, dominar, verificar, subrayar, signo evidente de que el concepto es demasiado fundamental para admitir una definición directa”. Y añade, por si todo lo anterior fuera poco, el que “un yo, ante todo, es un lugar de autocontrol”.

En relación con el semejante, controlar puede llegar a significar un poder ejercido libremente de coadyuvación, bien sea en sentido positivo como negativo, para con el otro. Y, finalmente, la revolucionaria llamada al descontrol bajo la lucha subversiva no supone sino la posibilidad de cambio de un tipo de control por otro. Paradójicamente todo logro que tiene que ver con la libertad, al parecer debe estar bajo dominio de algún tipo de control impuesto o por elegir. Controlar es aquello que mejor le es dado a los políticos profesionales, es decir quienes tienen por objetivo de la cosa pública el de asentarse, hacer carrera dentro de ella, beneficiándose del imaginario del común de los mortales en su condición de ciudadanos electores y elegibles. Entre ellos los hay de condición seria y honesta y otros más dados a la picaresca. Aunque de esta sempiterna casuística tal vez nunca nos podamos librar, lo que verdaderamente debería contar es acertar en la elección del según para qué, con qué y con quiénes consistente de la esencia de aquella libertad dada para el elegir. Un acto de ideológica y pragmática verificación.

Determinar esos grados de cumplimiento es lo que diera lugar históricamente a la separación de poderes, cuyo principal rol consiste en la mutua vigilancia para reconducir los excesos de un control que bien pudiera llevar al ahogamiento de los controlados. Ahora bien, el campo legal de la verificación tiende a estar acotado por la norma consuetudinaria o no, según, siendo sometida al curso de una hasta ahora incierta evolución que cuenta con tanta previsión como imprevistos se puedan dar en el devenir.

El eterno presente, en este sentido, consiste en ser la inevitable asunción de una incertidumbre ahondada por desconocimiento del pasado y segura, apriorística, defraudación de aquel futuro imaginado. Una relativización metafísica (en la acepción dada por Körner, siendo aquélla que renuncia al imperativo ortodoxo aunque cuente con su tradición) como la de hasta cierto punto dada por Paul Gilbert cuando nos habla, por ejemplo, de que “todo lenguaje (imprescindible también para la política de lo humano) permanece abierto no solo del lado teleológico de su sentido, sino también del lado arqueológico de sus raíces”, tal y como tuvimos ocasión de comprobar con anterioridad, teniendo muy en cuenta, por añadidura, el que la “tradición no es nada fuera de su recepción en el presente de su transmisión efectiva, en el azar de nuestras conversaciones, en la intersubjetividad”.

Todo nuestro presunto y aparente occidentalizado mundo se sustenta sobre la verificabilidad que es aquella parte comprobable de lo verídico, de la verdad. En todo caso consiste en ser un traje hecho a medida que Dios quiera no esté realizado para cumplir dignamente con el nefando por luctuoso hecho en sí mismo de todo ritual funerario. Una sociedad de la verificabilidad se rige por el estricto cumplimiento de la norma y regla a aplicar. Es decir, deja más bien poco margen para la libertaria improvisación desechando el azar fuera del estricto propósito experimental en el interior de un laboratorio. La libertad de la aplicación normativa como imperativo en todo caso y lugar es una forma de determinación impositiva. Lo que da pie a pensar y defender que tenemos todo el derecho del mundo a equivocarnos, como lo ha hecho reiteradamente la ciencia y la religión en el transcurso de los tiempos con consecuencias difícilmente evaluables en cuanto a su repercusión en nuestra mentalidad y comportamiento actual, en el ámbito de la subjetividad. Tal vez, en esto el arte sea una excepción, pues también reiteradamente llega a acertar equivocándose. Uno de esos misterios insondables que tienen que ver con la inmanencia frente a la trascendencia de la por ahora inverificable promesa tecnocientífica predominante, que ésta última pretende inmaterializar virtualizándolo a marchas forzadas.

Arte como concepto de algo que en sí mismo era idea materializada mediando entre la creencia y el sentimiento. Esto al menos tradicionalmente, si no fuera porque tal y como lo ve Paul Gilbert, en otro lugar del mencionado ensayo, “el concepto no es un principio, un arjé, sino un resultado, un efecto segundo, un hecho (...). El concepto concluye una producción intelectual”. Aun así, el arte intelectualizado en ocasiones acierta equivocándose, aunque su problematicidad en buena parte radique en la dificultad que tiene de impregnarnos de su mensaje. En definitiva, el arte no tiene por qué ser necesariamente verificado salvo para su eximia museística catalogación que trata de valorarlo no tanto como objeto de la verdad cuanto en su condición de verdadero objeto.

Éste, por tanto, querámoslo o no, parece ser el único ámbito que nos queda para el redundante libre ejercicio de la libertad.

* Escritor