i recuerdo de Olite era claro. Había ido numerosas veces con mi abuela Victoria, la esposa de mi abuelo Daniel, al que no conocí. Murió joven, un año antes de nacer yo. Me veo en la vendimia con 3 o 4 años (me dicen que es imposible siendo tan pequeña), yo estoy subida en un carro lleno de uva y miles de mosquitos alrededor que nos picaban con saña. Después, mi recuerdo va a los trece años. Íbamos cada verano a Olite a casa de mis tíos -primos de mi abuelo- Asunción, Consuelo, Paco y Gregorio que siempre llevaba una boina roja. Recuerdo una casa antigua y una habitación preciosa con las paredes forradas de seda amarilla, sillas doradas y un piano; una casa preciosa. Mi imaginación me llevaba a bailes cortesanos con vestidos largos y música de Sarasate.
En el siguiente periodo yo tenía 13 años y con las tías íbamos a San Fermín. Adquirían una barrera, veíamos el encierro como marquesas en primera fila. Por la tarde íbamos al teatro Gayarre. Las tías, para que la taquillera les diera buenas entradas, le decían que en septiembre le iban a llevar un cestico con uvas. Supuestamente teníamos los mejores sitios. Vimos La educación de los padres, de Paco Martínez Soria. Las tías se tiraban al suelo de risa, la abuela, más discreta, sonreía. Por la noche dormíamos en la casa parroquial del tío Juanito, hermano de las tías y que era cura de la iglesia de la Inmaculada en Pamplona. Solíamos estar unos tres días, siempre en San Fermín, y recuerdo a Hemingway en una cuadrilla borracho como una cuba y la camisa blanca de color rosado de vino. Después volvíamos a Olite. El castillo-palacio era un montón de cascotes y ruinas.
Pasó el tiempo y, cuando tenía 17 años, fui a estudiar Periodismo a la Universidad de Navarra. Los fines de semana solía ir a Olite. Habían empezado la reconstrucción del castillo y una mañana, con mi amiga Kotte, nos metimos a verlo. Nos quedamos encerradas. Tuvimos que esperar hasta las 4 que volvían los obreros y nos abrieran. En esas horas de encierro recorrimos almenas, andamios, subimos escaleras y vimos un cuadrado con hierbajos y una rosa que se llamaba el jardín de la reina.
Han pasado cantidad de años y a mi nieto José Mari, que estudia Ingeniería naval en Suecia, le hablaba mucho de Olite, tanto que se le ocurrió que, cuando volviera de vacaciones, iríamos dos días a Olite. Y la semana pasada nos presentamos en el Parador Nacional del Príncipe de Viana de Olite. Me pareció vivir dentro de un cuento. El castillo estaba divino y el pueblo vivía jugando al corro en torno al palacio. Numerosas tiendas -de recuerdos, no cursis- vendían espadas de madera, escudos y cascos, libros sobre la historia de los reyes que vivieron allí, objetos de barro y decoración. Apetecía comprar todo y, además, a precios muy asequibles.
En un comercio, preguntamos si quedaba algún Ortigosa, que es como se apellidaban mis tías. Y nos dijeron que había una sobrina, Teresita. Y allí fuimos a una casa de piedra grande. Teresita era una magnífica mujer de 91 años, con la que fui rebobinando el pasado hasta llegar al hoy. La Teresita que yo conocía, entonces era una risueña recién casada. Disfrutamos en aquel entorno conociéndonos sin habernos visto nunca y vimos álbumes de fotos donde se escondía el pasado que estaba encerrado. Fue un encuentro inolvidable porque el hijo de Teresita, Javier Corcón Ortigosa, era el historiador oficial de Olite. Todo un privilegio.
Cuando salimos, después de tomar pastas con vino dulce, mi nieto José Mari, emocionado, me acompañó a comprar regalos para mi abultado número de nietos -tengo once-. También encontramos de la familia un pariente que se apellidaba Ripa. Mi nieto no se aclaraba hasta que cogí una hoja del cuaderno y le hice la historia parental de mi familia y la suya.
Mi abuelo Daniel era de Viana y se casó con mi abuela Victoria que era de Tudelilla. Se conocieron en Calahorra. El abuelo pertenecía a la casa noble de los Ripa, que tenía escudo en el frontal de los muros y tutores para educarle. Pero, cuando murió su padre, hubo líos de herencia entre los hermanos. El abuelo, amante de la paz por naturaleza, dejó todo y se vino a Barakaldo, a la fábrica de Altos Hornos de Vizcaya, sin haber trabajado nunca, como un obrero manual sin ninguna cualificación. Un autentico ángel. ¿Y qué pasó con el resto de los hermanos? La abuela me contó que uno era gentilhombre de Alfonso XIII y dilapidó la herencia en francachelas y juegos con su real majestad que también era una buena pieza. Otro fue virrey de México y un tercero, un caradura que cuando estaba preparada la comida levantaba la tapa de la marmita y se tiraba un pedo (una delicia de la nobleza). El padre de mi abuelo tenía el toisón de oro. Mis tíos, los hermanos de mi madre, siempre pensaban que algo de aquello debía estar en algún sitio, pero nadie se dedicó a investigar.
Mi nieto estaba feliz abriendo lo ojos sorprendidos, gozando de pertenecer a tan ilustre familia.
Al día siguiente estuvimos en las Bardenas Reales, un paisaje alucinante que nunca había visto.
Después de esta deliciosa y cercana excursión he llegado a la conclusión de que, sin salir de Euskadi y Navarra, las posibilidades turísticas se multiplican y, cuando menos te lo esperas, encuentras castillos, bodegas monasterios, campos de lavanda, bodegas y viñas inmensas. El covid nos sirve para recorrer nuestro entorno y el turismo interior es espectacular. El próximo viaje que hemos apuntado en la agenda es Viana, la tierra donde nació mi abuelo.
* Periodista y escritora