ntre 2019 y 2020 Colombia vivió una ola de manifestaciones, similares a otras en América Latina. Diversos sectores sociales salieron a la calle a exigir pacíficamente cambios de fondo en la lucha contra la corrupción y en favor de acceso universal a servicios de salud y educación, una reforma impositiva justa, políticas sociales para los indígenas y afrocolombianos, y de igualdad de género, entre otras cuestiones.

El telón de fondo de las protestas era que el Gobierno del presidente Iván Duque cumpliese con la implementación del Acuerdo de Paz que en 2016 firmó el Estado con la guerrilla de las FARC. Para los negociadores el acuerdo era la entrada para acabar con la violencia que afecta al país desde hace décadas y emprender cambios estructurales con el fin de cerrar el dramático abismo entre la Colombia urbana y la rural.

Las protestas sociales en diversas ciudades del país fueron interrumpidas por la covid-19 pero han resurgido en las últimas semanas, con el agravante de que la pandemia puso en evidencia la desigualdad y la falta de Estado, y en particular la carencia de un sistema de salud público universal. La pandemia ha llevado a que a 3,55 millones de personas caigan en la pobreza debido a la falta de apoyo del Estado y a 4 millones a perder sus empleos en un país donde la economía informal abarca a más del 50% del sector laboral.

Desde hace 70 años Colombia es un gran receptor de ayuda a través de cooperación oficial, multilateral y de ONGs. Actores sociales de ese país reciben también fondos de la denominada cooperación descentralizada, por ejemplo, del Gobierno del País Vasco y otras comunidades autónomas españolas.

¿Responde la cooperación internacional a las protestas sociales? Más aún, ¿necesitan cooperación internacional Colombia y otros países considerados de renta media, o lo que se precisa es que sus élites acepten hacer reformas en las estructuras económicas y de gobierno?

Colombia es un país de gran riqueza y recursos. Una parte de la Amazonia está en su territorio; es un importante exportador de oro, petróleo, café, flores y frutas; y tiene centros urbanos con alto nivel de desarrollo. El Estado tiene suficiente estructura institucional para gestionar esa riqueza en beneficio de todos sus ciudadanos. Sin embargo, no está presente, o muy débilmente, en el 40% del territorio. “Tenemos más territorio que Estado -dice la exviceministra de Exteriores Pilar Gaitán- y una coexistencia entre orden y violencia”.

Esa falta de presencia del Estado tiene relación directa con la fuerza de las economías ilícitas (narcóticos, minería y deforestación ilegales, tráfico de personas y especies), grupos armados y el crimen organizado. Detrás de la fortaleza institucional se encuentran serias complicidades en la corrupción, la evasión de capitales, y las exenciones impositivas para las clases altas. Todas cuestiones que corroen, a la vez, la capacidad estatal.

La cooperación internacional ha promovido en Colombia todo tipo de proyectos: desarrollo rural, educación, salud, formación profesional, fortalecimiento de comunidades locales, promoción de la mujer, y gestión de pequeñas y medianas industrias. También, defensa de los derechos humanos, apoyo a la sociedad civil (que, entre otras tareas, investiga y hace denuncias sobre violaciones de esos derechos), promoción del diálogo político, y apoyo a comunidades y gobiernos en diversos procesos de negociación y paz que ha tenido el país. El último fue el del gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC, entre 2012 y 2016. La cooperación, en especial de países como Alemania, Noruega, Suecia, y Reino Unido, ha sido y continúa siendo muy activa con fondos y capital político en apoyar ese acuerdo y su implementación.

Entre diciembre de 2019 y mitad de 2020 llevé a cabo un estudio, con el apoyo de la Agencia Vasca para la Cooperación al Desarrollo y publicado por el Instituto de Derechos Humanos Universidad de Deusto, basado en entrevistas a medio centenar de expertos de muy diversos campos, colombianos e internacionales, sobre el papel de la cooperación en ese país. Buena parte de los entrevistados coincidieron en que la cooperación debe ocuparse de cuestiones de fondo, como la desigualdad, al tiempo que debe mantener su papel de observador político y moral para que se cumpla el Acuerdo de Paz de 2016.

Igual énfasis pusieron muchos en que se apoye a la Justicia Especial para la Paz (tribunal creado por el Acuerdo de Paz), y que se inste al gobierno a extremar la defensa de líderes sociales y ex miembros de las FARC al tiempo que se agilicen las investigaciones y juicios contra los autores intelectuales de los repetidos crímenes contra estos actores.

Al preguntar sobre asuntos como la desigualdad, la corrupción que drena recursos al Estado, o reformar el sistema tributario con un sentido de justicia social, varios entrevistados plantearon que, inicialmente, esas cuestiones son competencias del Gobierno colombiano, ya que tiene o debería tener la capacidad y los recursos para gestionar sus propios problemas. A la vez, la cooperación no puede sustituir al Estado.

Pero Colombia presenta un gran dilema para los donantes internacionales. Por una parte, es un país democrático y rico, que pertenece a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), y que cuenta con una élite conectada globalmente, y con técnicos del Estado y el sector privado de excelente formación.

Por otro, las últimas cifras oficiales indican que la pobreza en 2020 alcanzó el 42,5% de la población. El país tiene 21.021.564 personas en condición de pobreza, de los cuales 7.470.265 están en pobreza extrema. Detrás de las cifras están las poblaciones aisladas sin servicios, las comunidades sometidas a grupos armados del crimen organizado, la exclusión de pobres y, en particular, indígenas y afrocolombianos.

El estudio indica que la cooperación entre Estados (y comunidades autónomas) debería orientarse más hacia apoyar a la sociedad civil que al Estado. Y si lo hace con este último, tiene que ser para que las autoridades nacionales o regionales, trabajando con las comunidades, hagan cambios estructurales, e implemente el Acuerdo de Paz. El Estado, además, tiene que aportar la mayor parte de los recursos. Si el Gobierno colombiano alega (como suele hacer) que no los tiene, los donantes deben recordarle que puede conseguir fondos si ataca la corrupción, la evasión de capital a paraísos fiscales, la sobre y subfacturación de operaciones comerciales, y si investiga y persigue las conexiones entre los mundos económicos legal y criminal.

Una profunda reforma fiscal, además, le permitiría al Estado contar con recursos para políticas públicas y acabar con un sistema que grava con altos impuestos indirectos a los más pobres, mientras que las ganancias de capital y las de las personas ricas están en gran medida exentas de pagar.

Los donantes internacionales no pueden ni deben imponer políticas a los receptores de ayuda, pero en casos como el colombiano deberían ser firmes en qué precisa hacer el Gobierno para que realmente se produzcan cambios de fondo. Para que en el largo plazo Colombia no necesite más cooperación.

El autor ha sido asesor de la Oficina del Coordinador Residente de las Naciones Unidas en Colombia