l próximo 9 de mayo, Día de Europa, en conmemoración de la Declaración Schuman de 1950, arrancará oficialmente la Conferencia sobre el Futuro de Europa. La intención inicial era que hubiera comenzado el año pasado. Sin embargo, la crisis pandémica global que padecemos ha provocado su retraso.
La idea de la Conferencia fue planteada en 2019 por Ursula von der Leyen, en el transcurso de su investidura en el Parlamento Europeo como presidenta de la Comisión Europea. Su objetivo es dialogar, debatir e intercambiar ideas y propuestas en relación a cómo queremos que sea la Unión Europea del presente y del futuro, al objeto de que pueda ganar los retos y desafíos que tiene planteados, tanto internos, como externos. El centro de gravedad de la Conferencia deben ser los ciudadanos, que son los principales protagonistas de este proceso, junto con las instituciones de todos los niveles que deben acompañarlos y facilitar sus deliberaciones y propuestas.
No es la primera vez que Europa se apresta a reflexionar sobre su futuro. De hecho, podríamos decir que lo ha estado haciendo siempre, con más o menos acierto. Jean Monnet ya decía que “Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto; se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho”. Es decir, paso a paso, pero con una indisimulada ambición política.
Monnet también afirmaba que “la gente sólo acepta el cambio cuando se enfrenta a la necesidad, y sólo reconoce la necesidad cuando la acecha la crisis”. Y es evidente que desde hace más de diez años en Europa vivimos una sucesión de crisis o una policrisis, como lo definió el anterior presidente de la Comisión Europea, Jean Claude Juncker. De la crisis financiera de 2008, pasamos a una crisis de la deuda soberana que hicieron crujir los cimientos de la Unión Europea, del euro y del principio de solidaridad. De ésta pasamos a una crisis migratoria y, finalmente, a una crisis provocada por la pandemia global de la Covid, con consecuencias geoestratégicas, económicas, sociales y sanitarias. Y todo ello sin olvidar el brexit y que desde hace ya años, por múltiples razones, Europa está perdiendo relevancia en medio de una rivalidad en todos los órdenes entre Estados Unidos y China, que puede estar empujando a nuestro Continente a deslizarse peligrosamente por la pendiente del declive.
Pero de las crisis también se puede aprender. Se debe aprender, diría yo. Y reaccionar. Cada crisis, si se afronta adecuadamente, puede ser una oportunidad para dar un paso adelante, transformarse y avanzar. Y la crisis actual nos subraya, precisamente, la urgente necesidad de que la Unión Europea se ponga a trabajar para ser más eficaz, más democrática, más geopolítica, más fuerte económica y socialmente, más resiliente y más próxima a los ciudadanos.
En la historia de los últimos 70 años de la relación de la UE con los ciudadanos, se pueden establecer dos etapas claramente diferenciadas. En una primera época, desde sus inicios hasta los primeros años de la década de los años 90, la construcción europea fue únicamente obra de altos responsables políticos y funcionarios expertos, probablemente, debido a la naturaleza política y jurídicamente novedosa, original, técnicamente compleja y singular de la empresa europea. Se trataba de crear una Unión cada vez más estrecha entre los Pueblos europeos, mediante la puesta en común de diversos intereses y necesidades, a través del principio de la “supranacionalidad” y la creación de instituciones comunes con vida propia, creadoras de derechos y obligaciones también comunes, que eran superiores al Derecho interno, y todo ello asentado sobre principios y valores como la paz, la democracia, los derechos humanos, la libertad, el respeto, el reconocimiento mutuo entre los pueblos europeos y el desarrollo económico y social.
La legitimidad ciudadana hacia esa Europa venía otorgada por los resultados positivos que lograba. Se trataba, por decirlo así, de una legitimidad resultadista. Nadie, apenas, cuestionaba lo positivo de la acción comunitaria y Europa constituía un potente polo de atracción para muchos Pueblos y Estados, porque representaba la libertad, la democracia y el progreso social y económico. Sólo en 1979, mediante la elección del Parlamento Europeo por sufragio universal, secreto y directo, los ciudadanos comenzaron a tener una proyección directa, aunque limitada, en las instituciones europeas.
Sin embargo, a partir de los años 80, se comenzó a hablar con nitidez de la necesidad de reforzar la “legitimidad democrática” de Europa, prueba de que existía una laguna muy significativa. Incluso, más de uno señalaba, medio en broma medio en serio, que si la propia Comunidad Europea tuviera que pedir su ingreso en la Comunidad Europea, esta candidatura seria rechazada por no cumplir con los estándares mínimos democráticos requeridos a los candidatos adherentes.
La segunda fase, y llevamos ya 30 años, la podríamos situar a partir del Tratado de Maastricht de 1993. Un Tratado que supuso un salto fundamental en la construcción comunitaria y que desarrollaba significativamente la Unión Política, con la Política Exterior y de Seguridad Común, como heredera de la Cooperación Política Europea, y con la cooperación en materia de justicia y asuntos de interior; y la Unión Económica y Monetaria con el euro.
Sin embargo, a pesar de todos estos avances, el timbre de alarma por parte de la ciudadanía sonó con fuerza con el rechazo inicial del Tratado por parte de Dinamarca mediante un referéndum popular. Y todos recordamos también, la frustrada Constitución Europea de 2005, que se truncó porque la ciudadanía en determinados Estados, por muchas y diversas razones, no la vieron como aceptable. Desde 1993, los Estados miembros han demostrado que saben redactar Tratados, pero que a duras penas consiguen su aceptación o ratificación parte de los ciudadanos de los distintos Estados miembros.
La Unión Europea ha aprendido que no puede dar pasos adelante ni reforzarse para afrontar los desafíos que tiene planteados sin contar con el beneplácito explícito de la ciudadanía y de los pueblos europeos. Ya no valen únicamente complejas y hasta, en muchas ocasiones, ininteligibles diálogos, negociaciones y acuerdos entre representantes políticos europeos. La ciudadanía demanda participar, claridad, explicaciones honestas y preservar su derecho a decidir. De ahí, que no es de extrañar que se plantee la celebración de esta Conferencia.
La Conferencia debe ser un nuevo foro público para un debate abierto, plural, inclusivo, transparente y estructurado con los ciudadanos sobre una serie de prioridades y desafíos fundamentales, en el que también se tenga en cuenta al euskera. Y atender a los anhelos de los ciudadanos expresen, con especial atención a los jóvenes.
La asociación a la Conferencia de las Naciones sin Estado o Regiones Constitucionales con competencias legislativas, como es el caso de Euskadi, es ineludible también. En primer lugar, porque la acción de la Unión Europea nos afecta en nuestro ámbito competencial y, en segundo lugar, porque somos instituciones políticas democráticas que nos encontramos cerca de los ciudadanos y a pie de calle. En consecuencia, si Europa quiere llegar verdaderamente a los ciudadanos, resulta imprescindible contar también con nosotros. Y que, igualmente, realidades como la nuestra encuentren un reflejo adecuado para nuestra participación directa y efectiva en la propia arquitectura institucional europea, conforme a nuestra naturaleza y personalidad nacional y política.
Porque resulta curioso que, cuando la UE y los Estados miembros nos necesitan para hacer llegar a los ciudadanos la realidad europea, se nos interpele, para luego marginarnos o impedirnos formar parte del entramado institucional comunitario a la hora de tomar decisiones. Tratar de diluir nuestra realidad y voluntad nacional y europeísta vasca con fenómenos como las ciudades u órganos consultivos como el Comité de las Regiones no es un enfoque ni justo ni adecuado.
Veremos si la Conferencia responde a un efecto Pigmalión, o bien corre el riesgo de alumbrar un ratón que no cubra las expectativas anunciadas.
El autor es senador de EAJ/PNV