stos tiempos de pandemia, como otros momentos críticos, nos sirven para ver con aumentos o sin ocultamientos las realidades en las que estamos inmersos. Y en este caso nos vamos a referir al manido asunto de la pérdida de confianza de los ciudadanos, a esa desafección -como pérdida de afecto y estima- respecto a las élites dirigentes y a las instituciones. Un ambiente sostenido de crispación y descalificación sistemática entre agentes públicos e instituciones de primer nivel, no debiera ser esperable en estos momentos trascendentales donde se han de perfilar muchos cambios sociales, económicos y tecnológicos que dibujen ese nuevo modelo al que todos se refieren, pero nadie concreta. Sin duda, es más fácil discutir en la superficie de los tópicos y descalificaciones que afrontar con rigor un cambio profundo en las formas de entender los modos de vida frente a una gran convulsión climática, biológica, tecnológica y demográfica. Más allá de la defensa generalista de los sistemas democráticos y de los modelos de estado, hay otras cuestiones más básicas, frecuentemente abandonadas en los debates, como ahondar en la consideración de si la desconfianza -causa de la desafección- es una actitud creciente que se manifiesta en las relaciones entre allegados, desconocidos, compañeros de trabajo, empresas, e instituciones, y sobre todo entre estas y los ciudadanos de a pie.
Para empezar a considerar esta cuestión podemos decir que la confianza o es simétrica o termina en desconfianza. Un sabio proverbio dice que “la confianza viene a pie y se marcha a caballo”. Cuesta mucho crearla pero se destruye como un castillo de naipes a la mínima duda. Confiar es poner en manos ajenas decisiones y recursos cuyo uso y resultados nos afectan directamente, y de los que tenemos escaso control. El control representa una cierta muestra de desconfianza ya que establece una vigilancia sobre el otro. No quiere decir que verificar los resultados sea una mala práctica, pues es la forma de aprender, de idear nuevas mejoras de lo que se hace, y en definitiva progresar.
La relación entre los ciudadanos y sus representantes políticos está siempre en el filo de la navaja, entre la confianza y la desconfianza. En tiempos de elecciones los partidos piden la confianza de los ciudadanos, para que les otorguen los votos necesarios para ganar o aumentar su representatividad. Elevar la participación es un objetivo general de todos los partidos, pues aumenta en número de ciudadanos que alimentan esa relación de confianza unidireccional del ciudadano hacia las instituciones. El número de votantes otorga representatividad y poder a los elegidos, en espera de que resuelvan los problemas de los electores.
Sin embargo en la democracia participativa tenemos grandes rasgos de desconfianza instalada en nuestras formas y normas fundamentales. Cuando un partido gana y otro pierde, pero ocupa una posición destacada, este segundo pasa a lo que todos entendemos y llamamos “la oposición”. Pero ¿qué es la oposición sino un mecanismo de control de quien gobierna? ¿Se sobreentiende que hace falta un guardián experto que siga de cerca los pasos del gobernante? ¿Y de qué nos protege tal guardián? Seguramente de los excesos o prácticas derivadas de un abuso de poder, o de un incumplimiento de los marcos legales vigentes, acciones a vigilar a través de los órganos jurídicos correspondientes. Lo vemos todos los días con los recursos que se presentan ante los órganos superiores de justicia entre diversos partidos.
Otro rasgo significativo de esa desconfianza del administrador público hacia el administrado es el llamado “régimen sancionador” con el que muchas leyes determinan el castigo a los incumplimientos de las mismas por parte del administrado. Lo curioso y novedoso, en un sistema simétrico de confianza, sería que existiera un “régimen motivador” en las leyes que generase ventajas a quienes siguen lealmente las normas, que en principio son para el bien colectivo o así se justifican. Decimos que en algunos países el cumplimiento de las leyes es superior y es cierto, pero también se debe a este ejercicio de inteligencia legal que contiene ciertas dosis de educación social positiva, completando el régimen sancionador con el régimen de incentivación por el cumplimiento sostenido de la norma. En los últimos años las reglamentaciones de tráfico benefician a los conductores sin accidentes en los precios de los seguros. Y también vemos estos días algunos ejemplos de ello cuando para compensar los daños de los cierres de negocios se ayuda, como en Alemania, con una parte significativa de la facturación declarada en el año anterior.
Parecería interesante, para ir saliendo de este círculo vicioso de la desconfianza abrir otro círculo a la “conficracia”, o democracia confiable, que estableciera en las leyes, siempre y junto al régimen sancionador, el correspondiente “régimen motivador” que refuerce con ventajas el cumplimiento de la finalidad de la ley. Recibir una carta de la Hacienda correspondiente nos provoca casi siempre una sensación de ansiedad, por temor de haber hecho algo mal o de forma indebida. Pero también podría ser una buena noticia, por ejemplo un descuento en la declaración de renta por pertenecer a una organización social que reporte a Hacienda un trabajo de voluntariado, como los bancos comunican a Hacienda los intereses que abonan a sus clientes. Esta utopía la rebatimos inmediatamente nosotros mismos, dando la razón a los administradores, diciendo que tal iniciativa sería un coladero de nuevos fraudes por parte de algunos ciudadanos, y es posible que así fuera. Con ello volvemos a poner la desconfianza instalada entre ciudadano y la administración, como pilar inamovible del razonamiento compartido.
En definitiva vivimos en un ecosistema social y político que se construye mayormente sobre los cimientos de la desconfianza. Por eso la desafección hacia los políticos crece, la desigualdad se intensifica, los extremismos prosperan, la cooperación transversal y vertical está ausente, y la crispación política rebrota. Al aumentar la dimensión de las instituciones, la lejanía con el ciudadano crece y se hace más difícil compensar los efectos nocivos de la desconfianza genérica ya instalada. También aumenta el miedo al no conocido, ya que el conocido tampoco nos produce esa sensación de fiabilidad y reciprocidad amable. Con todo ello prosperan los oficios que viven de la resolución de conflictos y de los sistemas de seguridad física y legal, cuando en una sociedad saneada debieran reducirse. Sería un buen indicador social.
La confianza es un activo social de primer orden, tal vez el ingrediente multiplicador de las capacidades humanas, aún más importante que el conocimiento, en todos los sistemas y mecanismos de producción y relación. Sea en la educación, el comercio, la salud, la cooperación, la cogobernanza, la convivencia o la resolución de conflictos, en todos ellos se producen efectos muy superiores a los esfuerzos aportados si la confianza está inmersa en la base de las personas y de los procesos que se han de seguir. La confianza convierte el control en mejora, y la crítica sistemática en propuestas a considerar. La confianza convierte el conocimiento en progreso y el consenso en diseño de ventajas colectivas. Avanzar en dotar de confianza a nuestras relaciones a todos los niveles es un ejercicio colectivo de educación, transparencia, sinceridad y clarificación de expectativas, en la confianza -nunca mejor dicho- de que el otro actuará en mutuo beneficio y no solo en el propio.