ebo admitir que a veces no puedo ocultar mi perplejidad ante determinados comportamientos de la sociedad en la que vivimos. Acaso se deba a que seguramente yo tenga mucho de bicho raro.
Nunca he visto un mérito excesivo a la práctica del balompié. Como en cualquier otra actividad humana, a algunas personas se les da mejor que a otras y a unos pocos se les da excepcionalmente bien. Cierto es que el dominio de una pelota ya estaba presente en la antigua Grecia, y que en la Edad Media en Inglaterra ya surgió algo que parecía un cruce entre el actual fútbol y una masacre bélica. Desde el siglo XIX ya se reglamentó para ser algo que ya se podría identificar como el actual balompié. Pero no veo mayor mérito en su práctica que el mérito que pueda tener, por ejemplo, un artista circense haciendo malabarismos.
Y, desde luego, siempre me ha parecido pernicioso que el deporte competitivo -y sobre todo el fútbol- se lleve a extremos en los que se convierte en una auténtica alienación de la gente, hasta el punto en que ser del Athletic de Bilbao, de la Real Sociedad, del Real Madrid y del Barcelona conlleve incluso tintes políticos. Y no digamos ya si hablamos de selecciones nacionales. Tras presenciar la gira del Dínamo de Moscú por Inglaterra tras el final de la guerra, mi admirado George Orwell escribió un artículo en el Tribuneen diciembre de 1945 en el que ya decía acertadamente que “el fútbol no tiene nada que ver con el juego limpio. Está envuelto en odio, celos, jactancia, desprecio de toda regla y placer sádico al presenciar violencia: en otras palabras, es la guerra, menos los disparos”. Un partido de balompié entre dos selecciones nacionales incluso ha servido como pretexto para iniciar una guerra -de las de disparos- en Centroamérica.
No sé quién fue el que dijo que el fútbol es el opio del pueblo, pero tuvo mucha razón. Regímenes autoritarios y no tan autoritarios lo han utilizado de la misma manera en que los romanos usaban los juegos con gladiadores. Panem et circenses.
Además, hoy, el fútbol, más que un deporte se ha convertido en un suculento negocio. En este contexto, que se paguen unos emolumentos de seis y más cifras a un jugador por el mero hecho de ser hábil con el balón me parece del todo perverso. La perversión aumenta cuando las autoridades de todos los países permiten, en una situación de pandemia, que los jugadores hagan sobre el terreno de juego cosas que al resto de los mortales no se nos permite, como juntarse obviando distancias de seguridad, abrazarse y amontonarse. Me dirán que el fútbol profesional es de los lugares más seguros respecto al covid. Ya. ¿Recuerdan cuando las PCR escaseaban al principio de la pandemia para todos menos para los futbolistas profesionales? ¿Se apuestan ustedes algo a que los futbolistas profesionales de esos clubs que componen este macronegocio serán de los primeros en vacunarse, junto con personas en riesgo y personal sanitario y sociosanitario?
Ha fallecido Maradona. El presidente argentino, Alberto Fernández, decreta tres días de duelo nacional mientras cientos de argentinos mueren por covid todos los días, al igual que miles de otras personas en otros países. ¿Estamos locos?
¿Qué quieren ustedes que les diga? Si pagar a determinadas personas una millonada por ser hábiles con el balón me parece perverso, esto ya supera lo insuperable. Me apena la muerte de todo ser humano, por igual, cualquiera que sea la circunstancia en que se produce. Pero no quiero tener nada que ver con esto, que no sé dónde va a acabar. Prefiero seguir siendo un bicho raro y seguir clamando en el desierto.
El autor es activista de derechos humanos