l país que fue símbolo de la democracia liberal se encuentra ahora dividido como nunca y a punto de estallar. Hoy, 3 de noviembre, elegirá un nuevo presidente. Será el cuadragésimo sexto de los Estados Unidos de América y aunque las encuestas hasta el momento no le favorecen puede que Donald Trump regrese a ocupar el despacho Oval de la Casa Blanca.
El futuro político de la nación queda en manos de los votantes, siempre y cuando el actual mandatario no rechace los resultados de las urnas si no le son favorables, tal y como ha advertido. Si esto sucede, las consecuencias, no cabe duda, serán catastróficas. Joe Biden, el candidato demócrata, necesita una victoria clara y rotunda para sacudirse los escombros antidemocráticos sembrados por su antecesor.
Hay temor, no sólo en Estados Unidos, sino en gran parte de la geografía mundial, de que la presidencia quede en manos de un hombre que en los cuatro años de su mandato deja una nación fragmentada de manera violenta y unas relaciones diplomáticas más que controvertidas con el mundo exterior. El hundimiento de la economía y su manejo atrabiliario de la pandemia nos han dejado ver sin tapujos la realidad de su gobernanza.
No recordamos un presidente como Trump. Sus mentiras, sus medias verdades, dejan pálido el panorama que el escritor inglés, George Orwell, ilustró en una de sus mejores obras: 1984. El novelista divisaba un tiempo rebosante de mentiras institucionalizadas. El actual mandatario lo ha cumplido con creces. Hubo también otros presidentes, y sí, todos cometieron errores, muchos de ellos de gran calibre: Richard Nixon utilizó el poder contra sus enemigos políticos, Bill Clinton fue juzgado por mentir y obstruir el curso de la justicia y George W. Bush metió a su país en una guerra justificada por las mentiras de su entorno más próximo. Pero ninguno de ellos mostró el arrogante desdén por la democracia que caracteriza al todavía hoy presidente del país más poderoso del mundo.
En la peligrosa polarización que hoy recorre el inmenso mapa de los Estados Unidos vemos el resurgir de una derecha ultramontana para la que la democracia es un sistema político devaluado. Estar en el poder no modifica su carácter populista ni la radicalidad de su discurso. El resentimiento de muchos de los habitantes del interior del país, más conocido como “la América profunda” está tan a la vista como el número de armas que suelen llevar. Donald Trump les ha prometido un patriotismo de western devaluado. De momento, están de acuerdo con su política antiabortista, el negacionismo del cambio climático, la deportación de inmigrantes y un furibundo antifeminismo.
Su errática política exterior no ha conseguido apaciguar ninguno de los serios problemas globales que afronta el mundo. Su mediación en el acuerdo entre Israel y algunos países árabes, sin contar con los propios palestinos, no ayuda a pacificar la región. Su distanciamiento de la Unión Europea, aliado tradicional, tampoco le ha hecho ganar más amigos en Europa, salvo el Reino Unido. Su pulso con China es constante, más ahora, agravado por la pandemia. Con su vecina Cuba ha endurecido las restricciones y ha puesto fin al acercamiento sellado por Obama. Las sombras superan a las luces.
La perplejidad nos desborda. El desfile ante sus seguidores sin mascarilla protectora tres días después de haber contraído el coronavirus es el reto más obsceno que hemos visto en un país que supera los doscientos veinte mil muertos por esta enfermedad. ¿Qué mensaje quiere trasladar a las familias de los fallecidos? ¿Qué tipo de contagio sufrió que le permite salir del hospital en un par de días con aspecto vigoroso? Trump parece o se cree intocable y, lo que es peor, su irresponsabilidad mesiánica lleva a otros muchos a actuar como él.
Recientemente, tres reporteros del diario The New York Times descubrieron que de los últimos quince años sólo pagó sus impuestos en cinco y cuando lo hizo fue por cantidades ridículamente pequeñas, en torno a los 750 dólares. Trump ha sido el único presidente que se ha negado a hacer pública su información fiscal desde la presidencia del republicano Gerald Ford en 1974. La fundación que lleva su nombre fue condenada por el fraude de 1,7 millones de dólares que fueron desembolsados en su campaña electoral en vez de a organizaciones sin ánimo de lucro como había declarado. Todo ello podría parecer suficiente para que el electorado tome nota del sujeto y le dé la espalda, pero quizás no sea así. Y es que el presidente es capaz de imponer su relato sobre los periodistas más avezados. Sabe que estos hablarán antes de su propia enfermedad que de cómo sus políticas antisociales han dejado desguarnecidos a cientos de miles de ciudadanos en esta pandemia.
Cuando, en 2015, Donald Trump anunció su candidatura a la presidencia, lo hizo después de bajar en un lujoso ascensor de uno de los edificios más ostentosos de New York, la Torre Trump, a mayor gloria de su nombre. El candidato a la presidencia de los Estados Unidos era entonces el paradigma del hombre de negocios y de éxito; un multimillonario que se presentaba a las elecciones para desalojar a las élites económicas de su país, a las que acusaba de corruptas y poco patrióticas. Cinco años después, Trump, con un proceso de destitución en 2019 por abuso de poder, deja un país profundamente dividido social y políticamente, y a las élites, de las que forma parte, en el mismo lugar donde estaban.
El resultado de las elecciones en Estados Unidos será determinante para Latinoamérica y para Europa. Seguidores acérrimos de Trump como Jair Bolsonaro en Brasil o Boris Johnson en el Reino Unido pueden ver las orejas al lobo si este fracasa en su intento de repetir en el cargo. En caso contrario, la política trumpista se extenderá como una mancha de aceite contaminado. La ultraderecha de países europeos como Francia, España y Polonia siguen con atención el libreto de Donald Trump y las mismas mentiras, los mismos odios y las mismas desconfianzas que lidera el presidente estadounidense pueden prender en otros territorios. Es de esperar que las urnas le pongan en su lugar. Ningún país del mundo merece un presidente como él. Su triunfo en las elecciones de 2016 fue una desgracia para la nación, otro más hoy sería una condena.
El autor es periodista