ocas sociedades se escapan de haber cometido brutalidades y crímenes, en ocasiones ni siquiera aquellas que las padecieron. Es difícil y complicado saber hasta dónde retrotraerse para referirnos a reparaciones, responsabilidad (o culpa) e indemnizaciones, porque, a fin de cuentas, el tiempo de la historia no se detiene. Sin embargo, lo que en los libros de texto de historia escolar se estudia como meros procesos de colonización, para las sociedades indígenas afectadas fue un horror sin paliativos, la imposición de un modelo civilizador, mayormente egoísta y depravado. La ola de protestas raciales a lo largo y ancho del planeta ha puesto precisamente en el disparadero esta suerte de acontecimientos.

Llama así la atención la tardía aceptación de la bestialidad con la que Bélgica se empleó en el Congo y el desconocimiento, hasta fechas recientes, de lo que allí realmente sucedió. El artífice de aquella pesadilla, en la que miles de pobladores murieron víctimas de la depredación económica, fue el monarca Leopoldo II, quien adquirió el territorio como una propiedad que más tarde, a su muerte, donó al Estado belga.

Las consecuencias de los horrores inimaginables vividos por los indígenas no cesaron con esta donación y Bélgica se benefició de ello, tanto como la institución monárquica, acumulando una riqueza ingente mientras millones de seres eran víctimas de la persecución, el agotamiento y el exterminio, acompañados de la crueldad más extrema. Todavía en la actualidad hay calles y avenidas con el nombre de Leopoldo II o estatuas suyas erigidas en lugares destacados (algunas de ellas pintadas como protesta). De hecho, no ha sido hasta 2018 cuando el Museo Real del África Central de Tervuren, tras una profunda reforma, reabriría con el nuevo nombre Museo África, tras un buen lavado de cara, retirando los macabros trofeos coloniales de seres humanos expuestos y convirtiéndolo en una crítica al colonialismo. Si bien se siguen viendo en sus vitrinas miles de objetos tribales robados a los pobladores. Recientemente, debido a la presión internacional, el Parlamento belga creó una Comisión de Verdad y Reconciliación para calmar su conciencia, aunque todavía no se han dado a conocer avances.

Por su parte, Burundi, valientemente, ha dado un paso muy interesante a la hora de exigir a las antiguas metrópolis, Alemania y Bélgica, una fuerte indemnización económica y la devolución de los objetos hurtados como parte de un proceso de reparaciones por los abusos cometidos. Sin olvidar que se responsabiliza a los belgas de haber llevado a cabo una clasificación de la población en tres grupos étnicos que derivaría en las matanzas de la guerra civil que sufrió el país entre 1993 y 2005. Algo parecido trajo consigo el atroz genocidio en Ruanda (1994). Alemania, un país que ha asumido su culpa colectiva, y ha indemnizado a los supervivientes del Holocausto y también a los esclavos del nazismo, curiosamente no ha sabido hacer lo propio con su legado colonial a pesar de que lo perdiera en 1918. Entre 1904 y 1908, de hecho, cometió en Namibia el primer genocidio conocido del siglo XX, antes que el del pueblo armenio. Todavía no ha pedido perdón y se niega a admitir el pago de reparaciones. Ningún gobierno alemán todavía ha aceptado la cruda verdad de los hechos. En general, la Europa de la Unión, tras la Segunda Guerra Mundial, fue desprendiéndose de sus colonias no sin pesar, incluso muy reticentemente, y ha quedado en la memoria como un episodio singular, pero nada destacable. Se olvida de que allí no cumplió un papel colonizador, sino destructivo, en el que no dudó en violentar los derechos humanos de unas poblaciones indígenas que eran incapaces de hacer frente al mayor poder de las armas europeas. Allí se erigieron imperios pertenecientes a países democráticos que no dudaron en aplicar políticas criminales debido al desprecio que se sentía por la población local y el racismo imperante y a la búsqueda de sus propios intereses económicos o estratégicos.

En la última década, la vieja Europa, acosada por sus problemas internos, apenas si se ha preocupado de fijar su responsabilidad, como si fuese cosa de otros. Tanto es así que apenas si ha revelado algún gesto simpático, devolviendo a Senegal una espada y a Namibia, un látigo y una Biblia. Únicamente Reino Unido, Bélgica e Italia han pedido perdón. Hasta la fecha, solo un tribunal de justicia londinense reconoció una indemnización digna de tal nombre, en 2013, a 5.000 supervivientes kenianos por abusos. Italia fijó con el entonces gobierno de Gadafi una indemnización anual de 200 millones de dólares a Libia durante 25 años por los excesos cometidos, aunque solo estuvo vigente hasta 2011, cuando se produjo la Primavera Árabe. Francia anunció en 2018 su intención de devolver miles de piezas robadas en sus antiguas colonias, pero un cambio en su legislación frenó el proceso este pasado julio.

Cierto es que la suerte del África actual no depende exclusivamente de la benevolencia de los europeos, pero la raíz de sus graves problemas endémicos debe achacarse a este colonialismo salvaje que, lejos de haber ayudado a construir sociedades justas y equilibradas, les dieron un modelo brutal y autocrático en el que mirarse. La evolución de muchos de estos países africanos, cierto es, ha dependido de sus propias dinámicas internas, pero bien es verdad que, influidos y mediatizados por una herencia envenenada, todavía siguen padeciendo su nefasta influencia. En algunos casos, aún no se han podido desprender de la dependencia de sus antiguas metrópolis. Y las indemnizaciones no servirán de nada si no se canalizan y se invierten bien y ayudan de forma clara y notoria a que tales estados sean sostenibles y viables a largo plazo. El dinero es como un río que hay que saber canalizar para que irrigue bien todo el territorio y no acabe en malas manos.

Debemos enfrentarnos a nuestros propios demonios. Los europeos no estamos exentos de pecado. Ayudar a África, de hecho, no es tan solo un deber, es una obligación. El pasado obliga y el futuro exige.

El autor es doctor en Historia Contemporánea