La Iglesia católica, en su último Concilio, el Vaticano II, realizó, entre otras, una declaración oficial, dirigida al mundo entero, en la que afirmó que todos los hombres, sin distinción alguna, somos libres en la dimensión humana religiosa. Es decir, que los católicos lo somos porque libremente queremos serlo. El que es de otra religión, la Iglesia considera igualmente que será de esa religión porque libremente quiere serlo y merece el mismo respeto. Y el que no es de ninguna religión, también porque libremente no quiere serlo e igualmente merece exactamente el mismo respeto.Esta declaración de la Iglesia tiene su fundamento en el principio esencial de que todos los hombres, sólo por ser humanos, poseemos una condición igual: nuestra propia dignidad. Esa dignidad tiene su más profunda manifestación en la propia conciencia y en la conciencia de cada uno lo que posee más valor es su propia religiosidad.La consecuencia de esta declaración es que ninguna persona, incluidos los estados, tienen legitimidad para coaccionar a otros en materia religiosa, ni en su vida particular, ni en su vida social, y por tanto no va en contra del modo de actuar de San Pablo, tal como relata el libro de Hechos de los apóstoles, cuando le dijo Agripa: “un poco más y me convences de hacerme cristiano, y le replicó Pablo, sea por poco o por mucho, le pido a Dios que no solo usted, sino también todos los que me están escuchando hoy lleguen a ser como yo, aunque sin estas cadenas”.
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