pesar de que desconocemos muchos aspectos relacionados con la presencia de la religión en las sociedades actuales, la religión está muy presente en la política norteamericana. “El Congreso no puede hacer ninguna ley concerniente al establecimiento de una religión o prohibiendo su libre ejercicio”, decía la Constitución americana en 1791. Barack Obama propugnaba una apertura pluralista a las religiones, pero el señor Trump, que utiliza el nombre de Dios en sus campañas, pone restricciones a la inmigración en general y en especial a la emigración proveniente de países que tengan mayoría musulmana, una de las tres grandes religiones abrahámicas, aunque el Dios de la Biblia explícitamente se coloca como aquel que defiende al forastero pobre, al inmigrante que no tiene quien lo defienda.
De hecho, la presencia de la religión en Estados Unidos es una realidad manifiesta. Hay quien lo relaciona con la procedencia europea de diferentes confesiones, muchas veces disidentes, pero que han dado pie a una gran participación. Ese pluralismo religioso a veces se confunde con un mercado de la religión, una religión a la carta que responde a los deseos de las personas, cuya integración tiene relación con sus necesidades personales, no sólo espirituales. Así se explica que muchas iglesias no son solo lugares de culto, que hay intercambios, formación, vinculación cultural, y también protección social en un contexto de vulnerabilidad y desigualdades económicas donde minorías y sectores pobres encuentran un tipo de seguridad que no otorga el Estado, a pesar de su prosperidad. El caso es que muchas personas cristianas consideran que Dios tiene una vinculación especial con América, aunque se trata de una idea que no tiene ninguna relación con la Biblia.
Desde la década de los ochenta la fórmula “Dios bendiga a América” ha aparecido en numerosos discursos y esta tendencia le va bien a Donald Trump. Según el Instituto Público de Investigación de la religión PRRI, ”ningún grupo religioso está más ligado al Partido republicano que los evangélicos blancos” que le dieron su voto en un 81% en las elecciones de 2016 a causa de su apoyo en el debate cultural de rechazo al aborto y los matrimonios igualitarios. Y es que se denomina como “derecha cristiana” a una coalición informal de grupos católicos y protestantes conservadores que, desde la presidencia de Ronald Reagan, han apoyado al Partido Republicano y son hoy uno de los principales apoyos de Donald Trump.
Algunos demócratas defienden que la fe no pertenece a ningún partido político, pero mantienen sus nichos electorales entre las iglesias afroamericanas y sectores hispanos católicos, por lo que acusan de hipocresía religiosa a la política republicana de inmigración. Bernie Sanders, que vincula su herencia cultural judía a la justicia social y económica, ha elogiado a menudo al Papa Francisco y además defiende la necesidad de proteger los derechos de los palestinos, lo que irrita a los lobbies sionistas que tienen inmenso poder en los medios de comunicación y en las altas esferas del poder político. Y ese poder se percibe claramente en la política de Trump respecto a Israel y Palestina. Sanders, posible presidente de raíces judías, opuesto a la política de Netanyahu, fue superado en las primarias por Joe Biden, un católico de familia y formación, que podría ser el segundo presidente católico de los Estados Unidos después de John F. Kennedy, aunque algunos sectores le cuestionan, entre otras cosas, por su apoyo a la Conferencia de Liderazgo de Mujeres Religiosas (LCWR), que respalda el aborto, el matrimonio entre personas del mismo sexo y el Obamacare, aunque suele evitar tratar públicamente algunos de estos temas.
Parece que en las elecciones anteriores los electores de sectores tradicionales religiosos y conservadores tuvieron más en cuenta las posiciones de Trump contra el aborto y las uniones igualitarias que sus credenciales de dudosa moral personal, con acusaciones de acosador de mujeres, y su actitud ante la inmigración. Y aunque ha frecuentado en otro tiempo la Iglesia Reformada en América, no le creen cuando manifiesta que la Biblia es su libro favorito porque piensan que cuando afirma que la religión es algo maravilloso su dios es el dinero, no en vano, sus acciones, más prácticas que teológicas -en todo caso la teología del éxito-, se basan en el mensaje de su pastor favorito, Norman Vincent Peale, fallecido en 1993, quien predicaba el “Evangelio de la Prosperidad”, practicado por los teleevangelistas, según el cual Dios elige recompensar a ciertas personas con la riqueza material, no en vano su campaña fue apoyada por predicadores de la prosperidad. Y su acción de sostener una Biblia en su visita a la iglesia St John en Washington, y visitar el santuario católico dedicado a Juan Pablo II, que era un guiño a algunos sectores religiosos, ha gustado muy poco a otros, incluyendo a la obispa episcopal de Washington y al arzobispo católico de dicha ciudad.
Entre la muy cuestionable gestión ante la epidemia del covid-19, la crisis económica originada por la pandemia, la forma de afrontar los conflictos internacionales, y las protestas generalizadas a partir de la muerte de George Floyd, al presidente Trump le va a quedar poco tiempo para convencer incluso a su electorado conservador de corte religioso que es un hombre de fe, aunque puede aprovechar su discurso de ley y orden ante los disturbios para compensar su bajada de credibilidad y quizá haya encontrado a alguien que le inspire una teología de la seguridad. Cualquiera sabe lo que puede suceder aún.
El autor es escritor