niños y niñas que se quedan huérfanos porque su padre asesina a su madre, suicidios ampliados -qué expresión-, pequeños víctimas de abusos sexuales en el colegio, o de palizas, a veces mortales, propinadas por el padre, por la madre, por el padrastro, por el tío... Es un goteo permanente, imparable, una cascada de tragedias amortiguadas porque no salen del ámbito de los sucesos. A no ser que, de por medio, haya una desaparición, un secuestro, cualquier circunstancia que mantenga vivo el caso y que por tanto estire los tiempos, los minutos de publicidad, que proporcione una introducción, un nudo y un desenlace, una historia con la que aplacar la voracidad del inhumano monstruo que habita tras la pantalla de nuestros televisores. Ese monstruo que acaba modelando la historia, ante quien comparecen la policía, las víctimas y hasta los asesinos, que lo toman como juez de sus actos, como la vía para justificarse ante la sociedad y como un altavoz para amplificar su narcisimo criminal. El pobre crío de Almería que tanto ha alimentado la cotización en bolsa de los dos grandes grupos mediáticos, y también sus padres, han sido víctimas dos veces, de dos monstruos, mientras la memoria del resto de menores asesinados se diluye en la estadística.