debe de ser terrible pasar de aspirante a líder de un país, ungido por las elites, mimado por los medios, sus columnistas y sus encuestas, y aclamado en los mítines, a sentirse humillado por esas elites, ninguneado por los periódicos y ridiculizado por la gente. El partido se te desarma día a día, los que se arrimaron al calor de tus siglas ahora salen en espantada o hacen como que no te conocen, y todo ello por mantener la palabra dada en un país que te premiaba cada muda de piel con miles de votos. ¿Por qué? Seguramente él es en parte responsable, y con toda seguridad habrá rumiado sobre ello antes de anunciar solemnemente su regreso al espacio ideológico desde el que, él también, estuvo a punto de asaltar los cielos. Quizá se pasó de frenada muchas veces, quizá debería haber invertido más en contenidos y menos en marketing, quizá podría haber sido más propositivo y no recurrir solo a la lata de gasolina, pero probablemente sabe que, en el fondo, no son esas las causas de su declive, que los que mandan le han abandonado por otro, por otros, y que detrás de ellos se han ido las televisiones, y con ellas los votantes. Y por ello, quizá, sintió la necesidad de echar un café con Pablo Iglesias, que sabe lo que es que te construyan un castillo de naipes y luego te lo derriben de un soplido.