Hay días en los que me cuesta entender lo que me dicen. Y no, tal desfase cognitivo no obedece a ninguna ingesta de sustancias sospechosas. Me refiero a los mensajes que nos hacen llegar según qué políticos a través de los múltiples canales que acostumbran a utilizar con una profusión, a veces, desmedida. Los citados tienen la costumbre de llamar a las cosas por sus variantes menos claras y acertadas con el fin de marear la perdiz y desnortar a la concurrencia que, pese a todo, no es tonta, y tiene la mosca detrás de la oreja de manera permanente después de padecer lo indecible en los últimos años. La gente aún recuerda la dichosa desaceleración que no fue otra cosa que una crisis económica galopante de tres pares de mandarinas o la indemnización en diferido a Bárcenas, que escondía un manual de malas artes de un partido judicialmente relacionado con en un sinfín de corruptelas. En la misma línea, temo cada vez que alguien conjuga el verbo gestionar o utiliza aquello de poner en valor, porque sé a ciencia cierta que equivalen a la nada absoluta. También recelo de la armonización fiscal y de su variante, la adecuación, que significan un aumento de impuestos de aúpa. En fin, me temo que un día de estos me dará por redactar un diccionario que nos guíe en este marasmo.
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