Cruzamos el ecuador de julio y aquí seguimos. Una semana para un debate de investidura que llega -a día de hoy- condenado al fracaso y con la duda de si este jueguecito de tronos no será, en realidad, que había que coger los resultados del 28 de abril, frotar con ellos la bola de cristal -atisbando si se podría ganar un par de escaños o una docena- y escribir un cuestionable relato para que cada cual se autojustifique pero, sobre todo, para culpar al rival de lo que todos parecen querer: pasar otra vez por las urnas a ver si la cosa les queda más apañada para los respectivos intereses. ¿Pesimismo? ¿Cinismo? Sí. Pero sobre todo hartazgo. Tres años y medio, tres elecciones generales y, si nada lo remedia, en cuatro años serán cuatro. En estudio demoscópico absolutamente acientífico, entre una muestra de variada tendencia ideológica y en un entorno magníficamente descontrolado como una sobremesa sanferminera -con el alegre factor de desvío añadido de la montaña rusa post electoral navarra-, con recuerdo de voto nada fiel a siglas porque los individuos empiezan a estar hasta el moño, la conclusión fue que personas responsables con su derecho de voto amenazan con abstenerse si se repiten las elecciones. Porque así, entre otras cosas, es como se desprestigian las instituciones, la política y los políticos.
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