Es una evidencia, no sé si científica, pero tan clara que cuesta no reconocerla : hay humanos a los que el riego sanguíneo no les llega al cerebro o lo hace con dificultad. Y, lo que es peor, pese a esa certeza, corroborada por milenios de experiencia previa, los citados generalmente se sitúan en la parte alta de la tabla y acostumbran a dedicarse, en más casos de los debidos, a gestionar la vida de sus convecinos. A la hora de escribir estas cuatro letras me viene a la cabeza el nombre de Donald Trump que, quizás por exageración, corre el riesgo de extender su caso como paradigma de este condicionante. Quienes le sufren, lo hacen desde el 20 de enero de 2017 y, para su desgracia, y supongo que la de todos, ocupa uno de los sillones con más poder en el orbe al ser el tetragésimo quinto en ocupar un cargo que, por poder, puede desencadenar el armagedón con toda su virulencia a poco que el personaje en cuestión no tenga un buen día. Todo esto me lleva a una reflexión que, como especie, no nos deja en buen lugar, ya que el presidente norteamericano ha llegado a ser tal porque sus conciudadanos le han elegido en un proceso de tintes democráticos. Así que, a lo peor, un mal que yo creía puntual y localizado es en realidad una pandemia de consecuencias indescriptibles.
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