No recuerdo haberme enfrentado nunca antes a algo parecido. Y mira que han pasado años desde que dejé atrás la cuna y el biberón. Pero, por mucho bagaje vital que puedan dar a entender los documentos que reseñan mi filiación y datos personales, la verdad es que lo que sucede con Juego de tronos me empieza a superar. Por una parte, porque me he convertido en una parte insignificante de la legión de fans que ansía con cierto grado de inquietud la llegada de cada uno de los episodios de la serie. Y, por otra, porque este trabajo televisivo ha logrado lo que para sí quisieran partidos políticos, instituciones o todo aquel que busque notoriedad en la prensa e Internet. Cada episodio aglutina un interés exacerbado por parte de los medios de comunicación, fundamentalmente, los escritos, que se vuelcan con él, lo diseccionan a lo largo y ancho del metraje, aportan todo tipo de teorías al respecto y elucubran sobre la siguiente tirada abriendo así infinidad de hilos en los que el personal aporta sus conclusiones y sesudos análisis desde las más variopintas vertientes. Lamentablemente, nada de la vida real va a tener ni una ligera parte de la repercusión de esta ficción televisiva. Será que la realidad hace tiempo que ha aburrido a esta sociedad.
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