Tras horas y horas de gozo y disfrute en el sarao democrático, la resaca amenaza con llegar al rango de monumental. Y no solo la mía, que la acostumbro a arrastrar con rigor unos cuantos días después de echar una tarde, una noche y parte de la madrugada tratando de informar a los lectores sobre lo acontecido en la jornada electoral. El caso es que las consecuencias del encuentro con las urnas han dejado con mal cuerpo a más de uno. Y lo peor es que ese diagnóstico no se aliviará con la ingesta reiterada de aspirinas ni con el abuso de los blísteres de ibuprofenos, ya que el malestar y el cuadro que padecen los damnificados por el resultado de los últimos comicios no afecta al cuerpo, sino, fundamentalmente al alma. Incluso, si no se remedia a tiempo, puede derivar en afecciones al amor propio, al orgullo y a la soberbia de más de un cabeza de cartel y de su equipo de asesores. No obstante, y dadas las circunstancias, la clase política no está para muchos lamentos ni quejumbres más allá de los preceptivos, ya que en menos de lo que canta un gallo, sus componentes tienen la obligación de volver a las calles de nuestros pueblos y ciudades para besar a niños, repartir propaganda y pedir el voto, que lo que hoy duele mañana puede ser motivo de un magnífico bienestar.