Desgraciadamente, ya ni me acuerdo de los tres días que tuve de descanso en la pasada Semana Santa. Supongo que la inercia electoral y todas sus circunstancias, que a estas alturas son legión, se bastan y se sobran para absorber hasta el último gramo de atención y, con ello, de fuerza vital, de los periodistas -o, en su caso, de los atláteres- llamados a dar fe de lo que acontece en la campaña -o, si es el caso, de edulcorar convenientemente todo aquello que sea necesario para que los candidatos con menos brillantez parezcan estrellas fugaces a ojos de la ciudadanía-. En cualquier caso, y hasta que se produzcan los encuentros finales con las urnas, he de confesar que en esos días de asueto logré rebajar hasta su mínima expresión la habitual tensión informativa para centrarme en observar el lento pero continuo recrecimiento del volumen abdominal que, cuando estoy de pie, ya me impide descubrir qué zapatos calzo. Fueron sesiones de gastronomía y de licor, ya no me acuerdo de en qué orden, que demostraron que, si se quiere, la vida va mucho más allá de la política y de sus profesionales, al menos, durante unas horas. Después, ya se sabe que poco dura la alegría en la casa del pobre, sobre todo, si la inopia requiere del escrutinio diario de la actividad de quienes anhelan gestionar lo público. Veremos.