todo el mundo coincide en que los principales aspirantes a la presidencia del Gobierno de España convirtieron esta semana los platós de TVE y Atresmedia en comedores escolares, y los debates en sendas guerras de salchichas. A mí, más que el alboroto, me llamó la atención el acartonamiento generalizado de los candidatos, que de tanto prepararse para el duelo perdieron toda traza de espontaneidad, y con ella se fue también por el desagüe la credibilidad. Cada cual representó su papel; el uno institucional y gris, el otro maduro, dialogante y sosegado; éste enseñando los dientes e invitándome a que le deje los niños cuando me toque currar en domingo, aquel histriónico y desaforado, y probablemente también el más honesto en la medida en que persona y personaje no divergían tanto como en los otros tres casos. Estaba todo tan precocinado que casi parecía un insulto al votante. A una cita como esas hay que ir con una estrategia y una puesta en escena concretas, sí, pero si además no se logra transmitir autenticidad de poco sirven. Con dieciséis millones de ojos encima, un guion estricto y trabajado aporta seguridad, sin duda, pero al final todo suena tan impostado que nadie se cree nada y el enorme circo organizado en tono a los debates se queda en mera pirotecnia.