Intuyo que no lo parece. Pero, yo también soy coqueto. Eso sí, a mi manera. Es evidente que poco puedo hacer con mi otrora lustrosa cabellera salvo rapar sus despojos cada cierto tiempo. Tampoco se puede ocultar que mi barba, al crecer, tiende al desorden, muy al estilo caótico que popularizó Algarrobo en Curro Jiménez, esa serie de culto en la que las patillas competían en fiereza, anchura y largura con los aceros de las chairas que blandían los bandoleros por las serranías andaluzas. Tampoco soy proclive a embadurnarme en cremas, pócimas y afeites artesanales ni a utilizar hidratantes de última generación con efecto sérum que, al contacto con la piel, hacen milagros restando años a ésta al instante. No obstante, y salvo esas nimiedades, he de confesar que me preocupo por mi imagen. Y mucho. De hecho, hago lo posible por ocultar bajo varias capas de ropa holgada los efectos de la acumulación de grasas en mi zona abdominal e, incluso, trato de pasar desapercibido por aquello de lo odiosas que son las comparaciones cuando me da por acudir al gimnasio a sufrir. Y, por supuesto, no perdono ronda de cervezas ni de vinos y procuro lustrarme el lomo con lo mejor de la gastronomía sin perdonar una. Así, evidentemente, no se puede lucir palmito, pero se invierte en goces que el cuerpo agradece.