Supongo que los habrá en todos los lugares del mundo y, seguramente, en la misma proporción. Según la definición que aporta la Real Academia Española, que es la encargada de velar por el buen uso del idioma castellano, palurdo es una persona rústica e ignorante, a la que se cataloga así de manera despectiva. Yo, por mi parte, me atrevería a añadir a esa explicación un apunte extra, que es la capacidad de obnubilar al prójimo que tienen quienes caben en el espectro que acota la aseveración de la RAE. Al menos, así ocurre en mi hogar, sobre todo, con los palurdos residentes en áreas rurales de Alaska, Texas, Alabama, Wisconsin o cualquiera de las Dakotas o de las Carolinas que, sin saber muy bien cómo, han copado mi televisión. No hay día en el que llegue a mi casa y la pantalla no incluya las vicisitudes de los citados en sus múltiples versiones, bien cazando un oso para comer en el invierno, bien probándose vestidos de novia de colores y formas inverosímiles, bien tratando de aligerar corpachones con más de 300 kilos o bien zampando de una sentada kilos de salchichas, costillas a la barbacoa, hamburguesas o tortitas para luchar por batir cualquier récord de zampabollismo. Al menos, si los citados fueran de las inmediaciones...
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