Lo confieso. He decidido quemar mis excesos en un centro deportivo. Allí me fustigo a conveniencia a lomos de toda una batería de máquinas con el objetivo de tratar de domar los desbordamientos que presenta un cuerpo que hace años que dejó de ser escultural. Supongo que es más sencillo apostar por la autotortura que empezar a cuidar otros aspectos que, con la edad, hace mucho que dejaron de ser convenientes. En cualquier caso, he de decir que me he tomado muy en serio lo de participar en la fiesta del sudor. Acudo a las instalaciones varias veces por semana tirando de una disciplina inédita. Incluso, he llegado a anticiparme al despertador, otrora algo totalmente impensable, para poder aprovechar el gimnasio unos minutos extra antes de acudir al trabajo. Será que tienen razón aquellos que consideran que el deporte puede llegar a ser adictivo, aunque en mi caso, la reiteración en los esfuerzos físicos creo que tiene mucho más que ver con el espanto que veo en el espejo cada vez que me miro en él que el disfrute que puedan provocar el levantamiento de pesas o el hecho de recorrer kilometradas en elípticas y utillajes dispuestos para rescatar los músculos del limbo de grasa en el que se encontraban. Ya saben aquello de que a la vejez, viruelas...
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